En Mauritania, el Tren del Hierro surca el Sahara con una daga. Cuenta con trescientos vagones de carga y uno solo el último para pasajeros.
UN PASAJE HASTA AHÍ
Testimonio. A bordo del ultimo vagón del Tren del Hierro se viaja en penumbras y al abrigo del son de tambores rituales.
Es una imagen arrancada al sinsentido. Unos tras otros, en monótona sucesión, los vagones marchan sobre las vías, cientos de ellos, arrancando una sinfonía de hierros a los rieles que apenas se intuyen bajó las arenas, lentos en su paso frente a la rústica caseta en la que me he refugiado en busca de la única sombra de aquel páramo al que alguien le ha dado el desmedido nombre de estación ferroviaria. Unos minutos antes, un boletero de turbante blanco me vendió el pasaje, un minúsculo papel con signos ininteligibles, aclarándome que debía subirme al último coche, sólo al último, cuando terminaran de pasar todos los vagones de carga. Y los vagones están ya pasando, en indefinida procesión, como si el desierto le hubiera concedido la eternidad a ese tren cargado de hierro bajo el sol impiadoso del Sahara.
El Tren del Hierro es la puerta de entrada a lo inconcebible. Considerado el más largo del mundo, posee alrededor de trescientos vagones y transporta hierro.
Bautizada Port Etienne durante los tiempos de la colonización francesa, Nouadhibou es la ciudad más importante del norte mauritano. Mil ouguiyas, poco más de tres dólares, cuesta el pasaje para viajar a Zouerat a bordo del único coche de pasajeros. Subir a él obliga a hacerse camino en medio de la anarquía, implorar por un hueco entre la multitud de largas túnicas que se amontonan frente a las dos escalerillas o trepar por las ventanas para eludir la espera.
El vagón de pasajeros es un carro de condiciones espartanas cuya única y exclusiva comodidad son dos largos tablones laterales que hacen las veces de asientos y tres claustrofóbicos camarotes parecidos al preámbulo mismo del infierno. Sofocados entre cientos de bultos, somos unas cincuenta o sesenta personas, la mayoría con los rostros apenas visibles tras sus turbantes, bebiendo té como lo indica la tradición de los nómades del desierto. Intentando salir del encierro, asomo mi cabeza por unos pequeños huecos que simulan ser ventanas. Lento sobre las arenas, a menos de cuarenta kilómetros por hora, el Tren del Hierro va profanando el desierto.
El Sahara comienza a castigar al tren con ráfagas de viento que obligan a cerrar las ventanas y, en la penumbra, se encienden las luces, algunos pálidos fuegos de encendedores, algunas pequeñas linternas, algunas lámparas improvisadas con velas y envases de plástico. Todo es hipnótico en el vagón, todo parece irreal, más aún cuando un grupo de saharauis empieza a hacer sonar sus tambores, mezcla melodías y plegarias.
A la mañana siguiente, poco antes del mediodía, el tren se detiene por fin en Zouerat, otra estación desolada como aquella de Nouadhibou. Al bajar del vagón, en lo alto de una duna cercana a las vías, lo miro por última vez, interminable.
Es una imagen arrancada al sinsentido. Unos tras otros, en monótona sucesión, los vagones marchan sobre las vías, cientos de ellos, arrancando una sinfonía de hierros a los rieles que apenas se intuyen bajó las arenas, lentos en su paso frente a la rústica caseta en la que me he refugiado en busca de la única sombra de aquel páramo al que alguien le ha dado el desmedido nombre de estación ferroviaria. Unos minutos antes, un boletero de turbante blanco me vendió el pasaje, un minúsculo papel con signos ininteligibles, aclarándome que debía subirme al último coche, sólo al último, cuando terminaran de pasar todos los vagones de carga. Y los vagones están ya pasando, en indefinida procesión, como si el desierto le hubiera concedido la eternidad a ese tren cargado de hierro bajo el sol impiadoso del Sahara.
El Tren del Hierro es la puerta de entrada a lo inconcebible. Considerado el más largo del mundo, posee alrededor de trescientos vagones y transporta hierro a través del desierto del Sahara, uniendo las minas de Zouerat con la ciudad de Nouadhibou, en el norte de Mauritania. Son casi tres kilómetros de largo, desde la primera locomotora hasta el último vagón, precisamente el único de toda la formación que admite pasajeros