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Murió Eduardo Galeano. "Fiebre de Oro y Plata....", el recordado texto de la Conquista
13/04/2015

Murió Eduardo Galeano

El Observador.uy

El escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano murió este lunes a los 74 años en una mutualista de Montevideo, confirmaron a El Observador allegados a la familia.

Galeano fue ingresado en un centro hospitalario debido al agravamiento de su estado de salud en los últimos días, luego de una de las muchas recaídas que había sufrido últimamente después de haber sido intervenido en 2007 de un cáncer de pulmón.

El escritor había dejado preparado para su publicación un texto inédito que quería se publicara luego su muerte. La editorial Siglo XXI preparará la publicación, probablemente para mayo, que aparecerá simultáneamente en España, México y Argentina.

Este jueves estaba prevista la presentación en España de "Mujeres", un libro-antología de los mejores textos del escritor sobre las mujeres con relatos sobre personajes como Juana de Arco, Rosa Luxemburgo, Rigoberta Menchú, Marilyn Monroe y Teresa de Ávila.

Entre sus obras más destacadas se encuentra el ensayo Las venas abiertas de América Latina, publicada en 1971, el cual ha sido traducido a varios idiomas y se ha convertido en un ícono entre las obras de la región.

Galeano ha tenido un fuerte perfil político vinculado con la ideología de izquierda. De hecho, en las elecciones internas de 2014, había manifestado que votaría a la candidata Constanza Moreira.

"Nuestra irreal realidad política me obliga a decir y a repetir, con alma y vida, que yo apoyo al movimiento que cuenta en sus filas con tanta gente capaz de seguir siendo joven, por siempre joven, aunque pasen los años", expresó Galeano en una carta envió en ese momento a la oficina electoral de Soriano.

El escritor fue tomado como ejemplo de la literatura local, en especial por los frenteamplistas, quienes lo consideran uno de sus principales referentes culturales. Tan es así, que durante la campaña del año pasado el Partido Nacional anunció que si llegaba al gobierno no permitiría que solo se promocionara a Mario Benedetti o a Eduardo Galeano como ejemplos de las letras uruguayas. “En los últimos años la cultura oficial ha reducido el cultivo de nuestra propia tradición cultural y lo ha sustituido con una fuerte insistencia en unas pocas figuras: Torres García y Figari en las artes plásticas (dejando de lado al Figari pensador), Benedetti y Galeano como representantes de las letras contemporáneas”, sostenía el programa de gobierno blanco, e indicaba que, de llegar al poder, daría paso a las nuevas generaciones.

Galeano debutó en el periodismo a los 14 años, y también dibujaba caricaturas políticas.

Fue redactor jefe del semanario "Marcha" (1961-1964), director del diario "Época" (1964-1966) y director de publicaciones de la Universidad de la República (1964-1973). Al comienzo de la dictadura, Galeano se exilió en Buenos Aires, donde fundó la revista "Crisis", que también dirigió. En 1976 continuó el exilio en Barcelona. Su regreso a Uruguay se produjo en 1985, una vez restaurada la democracia.

Galeano era amante del fútbol y eso lo plasmó en "El fútbol a sol y sombra" (1995).

La editorial Siglo XXI dedicó unas palabras a la muerte de Galeano y se remitió a describir un momento específico de su vida, durante una presentación del escritor en junio de 2012 en Madrid.

El texto describe la convulsión que generaba Galeano, quien "sobre un improvisado estrado, con voz pausada y tono calmo, iba desgranando historias que, con inusitada suavidad, condenaban con excepcional dureza todas las injusticias del mundo".

"Allí, delante de todos, había una persona que nos conmovía, en el sentido más literal del término, no porque dijese cosas bonitas, sino por la suave firmeza con la que aquellas palabras, hermosas sin lugar a dudas, despertaban en el público la conciencia de lo que muchas veces pensamos y no nos atrevemos a decir. Porque allí delante había un Ser Humano, con mayúsculas, que con delicada firmeza denunciaba la injusticia para con el otro, ese otro siempre olvidado porque, marginado de toda condición, queda recluido en alguna periferia...", agrega el mensaje de la editorial.

Recuerda el modo sosegado en que hablaba el escritor, en prosa directa y sencilla. "Porque para que a uno le oigan no es necesario gritar, basta con tener razón. Y Galeano la tenía", termina el texto.

 

Narrador, periodista, ensayista. Se inició, adolescente, en el oficio periodístico, con caricaturas firmadas con el seudónimo Gius -que reproduce gráficamente en español la pronunciación inglesa de su apellido paterno Hughes, desechado en sus otras producciones- y textos precoces -incluidas crónicas de arte- que apenas antecedieron o acompañaron el desempeño de la secretaría de redacción en el semanario socialista El Sol (1955) y en Marcha (1961-1964) y la dirección del diario independiente de izquierda Época (1964-1966). 

En todos estos medios se reveló por el brillo y la sorprendente madurez de su escritura. En 1973 se exilió en Buenos Aires donde fundó y dirigió la revista Crisis. Más tarde residió en España, entre 1976 y 1985, antes de su regreso a Uruguay. Una breve novela -Los días siguientes (1963)- y un libro de cuentos -Los fantasmas del día del león y otros relatos (1967)- cimentaron su primer período literario, entre un reconocible escenario montevideano, conflictos existenciales, la ascendencia de Césare Pavese, cierto nihilismo onettiano, la referencia a episodios extraídos de la realidad inmediata y, sobre todo, el establecimiento de atmósferas sutiles, contenidas, a veces líricas, y variadas estructuras. Los cuentos de Vagamundo (1973) confirmaron las condiciones del narrador, su capacidad de inventiva y proyectaron, con sensibilidad, una línea de ensamblaje de la historia social, el mito y la leyenda. La canción de nosotros (premio Casa de las Américas, 1975) se inscribe en la misma orientación abastecida de lo ficticio y lo testimonial.

A principios de esa década y en la anterior había dado a conocer en el quehacer periodístico: China, 1964, crónica de un desafío (1964),Guatemala, clave de Latinoamérica (1967), Reportajes (1967) y Crónicas latinoamericanas (1972). También publicó Las venas abiertas de América Latina (1970), -su ensayo más difundido, reeditado y traducido a cerca de 20 lenguas-, ambicioso proyecto en el cual, según declaró más tarde, quiso "explorar la historia para impulsar a hacerla-. En Días y noches de amor y de guerra (premio Casa de las Américas, 1978) vertebró recuerdos, anécdotas y noticias, en breves narraciones despojadas, cálidas en su intimidad y eficaces en su impacto comunicativo.

El proceso de desborde o condensación de géneros literarios, con un mayor acento épico, culminó en la trilogía Memoria del fuegoLos nacimientos (1982), Las caras y las máscaras (1984) y El siglo del viento (1986). Entre varios importantes premios recibió el American Book Award (Washington University, 1989). Otros libros: Conversaciones con Raimón (1977), Contraseña (1986), El libro de los abrazos (1989), Nosotros decimos no (1989), Ser como ellos y otros artículos (1992), Las palabras andantes (con grabados de J. Borges),El fútbol al sol y sombra (1995), Patas arriba. La escuela del mundo al revés (1998).

FIEBRE DEL ORO, FIEBRE DE LA PLATA: El signo de la cruz en las empuñaduras de las espadas Eduardo Galeano

Las venas abiertas de América Latina

Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas. 
Tempestades horribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscara de nuez, y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Solo faltaban mil años para que los fuegos purificadores del Juicio Final arrasaran el mundo, según creían los hombre del siglo XV, y el mundo era entonces el mar Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente. Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traería cadáveres extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie sospechaba que el mundo sería, asombrosamente multiplicado. 


América no solo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En 1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada de Japón. Colón llevaba consigo un ejemplar de libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango, decía Marco Polo, «poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan jamás... También hay en esta isla de perlas del más puro gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran Khan Kublai, había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado. De las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo islas en el mar de la India con montañas de oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la pimienta blanca y negra. 


La pimienta, el jengibre, el clavo de olor, la nuez moscada y la canela eran tan codiciados como la sal para conservar la carne en invierno sin que se pudriera y ni perdiera sabor. Los Reyes Católicos de España decidieron financiar la aventura del acceso directo a las fuentes, para liberarse de la onerosa cadena de intermediarios y revendedores que acaparaban el comercio de las especias y las plantas tropicales, las muselinas y las armas blancas que provenían de las misteriosas regiones del oriente. El afán de metales preciosos, medio pago para el tráfico comercial, impulsó también la travesía de los mares malditos. Europa entera necesitaba plata; ya casi estaban exhaustos los filones de Bohemia, Sajonia y Tiro.
España vivía el tiempo de la reconquista. 1492 fue el año del descubrimiento de América, el nuevo mundo nacido de aquella equivocación de consecuencias grandiosas. Fue también el año de la recuperación de Granada, Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, que habían superado con su matrimonio el desgarramiento de sus dominios, abatieron a comienzos de 1492 el último reducto de la religión musulmana en el suelo español. Había costado casi ocho siglos recobrar lo que se había perdido en siete años, y la guerra de reconquista había agotado el tesoro real. Pero esta era una guerra santa, la guerra cristiana contra el Islam, y no es casual, además, que en ese mismo año, 1492, ciento cincuenta mil judíos declarados fueron expulsados del país. 
España adquiría realidad como nación alzando espadas cuyas empuñaduras dibujaban el signo de la cruz.

La reina Isabel se hizo madrina de la Santa Inquisición. La hazaña del descubrimiento de América no podría explicarse sin la tradición militar de guerra de cruzadas que imperaba en la Castilla medieval, y la Iglesia no se hizo rogar para dar carácter sagrado a las conquistas de las tierras incógnitas del otro lado del mar. El papa Alejandro VI, que era valenciano, convirtió a la reina Isabel en dueña y señora del Nuevo Mundo. La expansión del reino de Castilla ampliaba el reino de Dios sobre la tierra. 

Tres años después del descubrimiento, Cristóbal Colón dirigió en persona la campaña militar contra los indígenas de la Dominicana. Un puñado de caballeros, doscientos infantes y unos cuantos perros especialmente adiestrados para el ataque diezmaron a los indios. Más de quinientos, enviados de España, fueron vendidos como esclavos en Sevilla y murieron miserablemente. Pero algunos teólogos protestaron y la esclavización de los indios fue formalmente prohibida al nacer el siglo XVI. En realidad, no fue prohibida sino bendita: antes de cada entrada militar, los capitanes de conquista debían leer a los indios, ante escribano público, un extenso y retórico Requerimiento que los exhortaba a convertirse a la santa fe católica: «Si no lo hiciereis, o en ello dilación maliciosa pusiereis, certificados que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad y tomaré vuestras mujeres e hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere...» (Daniel Vidart, ideología y realidad de América, Montevideo, 1968). 
América era el vasto imperio del Diablo, de redención imposible o dudosa, pero la fanática misión contra la herejía de los nativos se confundía con la fiebre que desataba, en las huestes de las conquistas, el brillo de los tesoros del Nuevo Mundo, Bernal Díaz del Castillo, fiel compañero de Hernán Cortés en la conquista de México, escribe que han llegado a América «por servir a Dios y a Su Majestad y también por haber riquezas». 


Colón quedó deslumbrado, cuando alcanzó el atolón de San Salvador, por la colorida transparencia del Caribe, el paisaje verde, la dulzura y la limpieza del aire, los pájaros espléndidos y los mancebos «de buena estatura, gente muy hermosa» y « harto mansa» que allí habitaba. Regaló a los indígenas « unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo, y otras cosas muchas de poco valor con que hubieron mucho placer y quedaron tanto nuestros que era maravilla». Les mostró las espadas. Ellos no las conocían, las tomaban por el filo, se cortaban.

Mientras tanto, cuenta el Almirante en su diario de navegación, «yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vide que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero quetenían a la nariz, y por señas pude entender que yendo al Sur o volviendo a la isla por el Sur, que estaba allí un Rey que tenía grandes vasos, y tenía muy mucho». Porque «del oro se hace tesoros, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso». En su tercer viaje Colón seguía creyendo que andaba por el mar de la China cuando entro en las costas de Venezuela; ello no le impidió informar que desde allí se extendía una tierra infinita que subía hacia el Paraíso Terrenal. También Américo Vespucio, explorador del litoral de Brasil mientras nacía el siglo XVI, relataría a Lorenzo de Médicis: «Los árboles son de tanta belleza y tanta blandura que nos sentíamos estar en el Paraíso Terrenal... » . Con despecho escribía Colón a los reyes, desde Jamaica, en 1503: « cuando yo descubrí las indias, dije que eran el mayor señorío rico que hay en el mundo. Yo dije del oro, las perlas, piedras preciosas, especierías... » 

Una sola bolsa de pimienta valía, en el medioevo, más que la vida de un hombre, pero el oro y la plata eran las llaves que el Renacimiento empleaba para abrir las puertas del paraíso en el cielo y las puertas del mercantilismo capitalista en la tierra. La epopeya de los españoles y los portugueses en América combinó la propagación de la fe cristiana con la usurpación y el saqueo de las riquezas nativas. El poder europeo se extendía para abrazar el mundo. Las tierras vírgenes, densas de selvas y de peligros, encendían la codicia de los capitanes, los hidalgos caballeros y los soldados en harapos lanzados a la conquista de los espectaculares botines de guerra: creían en la gloria, «el sol de los muertos», y en la audacia. «A los osados ayuda tortura», decía Cortés. El propio Cortés había hipotecado todos sus bienes personales para equipar la expedición a México. Salvo contadas excepciones como fue el caso de Colón o Magallanes, las aventuras no eran costeadas por el Estado, sino por los conquistadores mismos, o por los mercaderes y banqueros que los financiaban. 

Nació el mito de El dorado, el monarca bañado en oro que los indígenas inventaron para alejar a los intrusos: desde Gonzalo Pizarro hasta Walter Raleigh, muchos lo persiguieron en vano por las selvas y las aguas del Amazonas y el Orinoco. 
El espejismo del «cerro que manaba plata» se hizo realidad en 1545, con el descubrimiento de Potosí, pero antes habían muerto vencidos por el hambre y por la enfermedad o atravesados a flechazos por los indígenas, muchos de los expedicionarios que intentaron, infructuosamente, dar alcance al manantial de la plata remontando el río Paraná. 
Había, sí, oro y plata en grandes cantidades, acumulados en la meseta de México y en el altiplano andino. Hernán Cortés reveló para España, en 1519, la fabulosa magnitud del tesoro azteca de Moctezuma, y quince años después llegó a Sevilla el gigantesco rescate, un aposento lleno de oro y dos de plata, que Francisco Pizarro hizo pagar al inca Atahualpa antes de estrangularlo. Años antes, con el oro arrancado de las Antillas había pagado la Corona de servicios de los marinos que habían acompañado a Colón en su primer viaje.


Finalmente, la población de las islas del Caribe dejó de pagar tributos, porque desapareció: los indígenas fueron completamente exterminados en los lavaderos de oro, en la terrible tarea de revolver las arenas auríferas con el cuerpo a medias sumergido en el agua, o roturando los campos hasta más allá de la extenuación, con la espada doblada sobre los pesados instrumentos de labranza traídos desde España. Muchos indígenas de la Dominicana se anticipaban al destino impuesto por sus nuevos opresores blancos: mataban a sus hijos y se suicidaban en masa. El cronista oficial Fernández de Oviedo interpretaba así, a mediados del siglo XVI, el holocausto de los antillanos: “muchos de ellos, por su pasatiempo, se mataron con ponzoña por no trabajar, y otros se ahorcaron por sus manos propias”. 

Retornaban los dioses con las armas secretas 
A su paso por Tenerife, durante su primer viaje, había presenciado Colón una formidable erupción volcánica. Fue como un presagio de todo lo que vendría después en las inmensas tierras nuevas que iban a interrumpir la ruta occidental hacia el Asia. América estaba allí, adivinaba desde sus costas infinitas; la conquista se extendió, en oleadas, como una marea furiosa. Los adelantados sucedían a los almirantes y las tripulaciones se convertían en huestes invasoras.

Las bulas del Papa habían hecho apostólica concesión de África a la corona de Portugal, y a la corona de Castilla habían otorgado las tierras «desconocidas como las hasta aquí descubiertas por vuestros enviados y las que se han de descubrir en lo futuro...». América había sido donada a la reina Isabel. En 1508, una nueva bula concedió a la corona española, a perpetuidad, todos los diezmos recaudados en América: el codiciado patronato universal sobre la Iglesia del Nuevo Mundo incluía el derecho de presentación real de todos los beneficios eclesiásticos. 


El Tratado de Tordesillas, suscrito en 1494, permitió a Portugal ocupar territorios americanos más allá de la línea divisoria trazada por el Papa, y en 1530 Martín Alfonso de Souza fundó las primeras poblaciones portuguesas en Brasil, expulsando a los franceses. Ya para entonces los españoles, atravesando selvas infernales y desiertos infinitos, habían avanzado mucho en el proceso de la exploración y la conquista. En 1513, el Pacífico resplandecía ante los ojos de Vasco Núñez de Balboa; en el otoño de 1522, retornaban a España los sobrevivientes de la expedición de Hernando de Magallanes que habían unido por primera vez ambos océanos y habían verificado que el mundo era redondo al darle la vuelta completa; tres años antes habían partido de la isla de Cuba, en dirección a México, las diez naves de Hernán Cortés, y en 1523 Pedro de Alvarado se lanzó a la conquista de Centroamérica: Francisco Pizarro entró triunfante en el Cuzco, en 1533, apoderándose del corazón del imperio de los incas; en 1540, Pedro de Valdivia atravesaba el desierto de Atacama y fundaba Santiago de Chile. Los conquistadores penetraban en el Chaco y revelaban el Nuevo Mundo desde el Perú hasta las bocas del río más caudaloso del planeta. 

Había de todo entre los indígenas de América: astrónomos y caníbales, ingenieros y salvajes de la Edad de Piedra. Pero ninguna de las culturas nativas conocía el hierro ni el arado, ni el vidrio ni la pólvora, ni empleaba la rueda. La civilización que se abatió sobre estas tierras desde el otro lado del mar vivía la explosión creadora del Renacimiento: América aparecía como una invención más, incorporada junto con la pólvora, la imprenta, el papel y la brújula al bullente nacimiento de la Edad Moderna. El desnivel de desarrollo de ambos mundos explica en gran medida la relativa facilidad con que sucumbieron las civilizaciones nativas. Hernán Cortés desembarcó en Veracruz acompañado por no más de cien marineros y 508 soldados, traía 15 caballos, 32 ballestas, diez cañones de bronce y algunos arcabuces, mosquetes y pistolones. Y sin embargo, la capital de los aztecas, Tenochtitlán, era por entonces cinco veces mayor que Madrid y duplicaba la población de Sevilla, la mayor de las ciudades españolas, Francisco Pizarro entró en Cajamarca con 180 soldados y 37 caballos.

 
Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro. El emperador Moctezuma recibió, en su palacio, las primeras noticias: un cerro grande andaba moviéndose por el mar. Otros mensajeros llegaron después: «... mucho espanto les causó el oír cómo estalla el cañón, cómo retumba el estrépito, y cómo se desmaya uno; se le aturden a uno los oídos. Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego... ». Moctezuma creyó que era el dios Quetzalcóatl quien volvía. Ocho presagios habían anunciado, poco antes su retorno. Los cazadores le habían traído un ave que tenía en la cabeza una diadema redonda con la forma de un espejo, donde se reflejaba el cielo con el sol hacia el poniente. En ese espejo Moctezuma vio marchar sobre México los escuadrones de los guerreros. El dios Quetzalcóalt había venido por el este y por el este se había ido: era blanco y barbudo. También blanco y barbudo era Huiracocha, el dios bisexual de los incas. Y al oriente era la cuna de los antepasados heroicos de los mayas. 
Los dioses vengativos que ahora regresaban para saldar cuentas con sus pueblos traían armaduras y cotas de malla, lustrosos caparazones que devolvían los dardos y las piedras; sus armas despedían rayos mortíferos y oscurecían la atmósfera con humos irrespirables. Los conquistadores practicaban también, con habilidad política, la técnica de la traición y la intriga. Supieron explotar, por ejemplo, el rencor de los pueblos sometidos al dominio imperial de los aztecas y las divisiones que desgarraban el poder de los incas. Los tlaxcaltecas fueron aliados de Cortés, y Pizarro usó en su provecho la guerra entre los herederos del imperio incaico, Huáscar y Atahualpa, los hermanos enemigos. Los conquistadores ganaron cómplices entre las castas dominantes intermedias, sacerdotes, funcionarios, militares, una vez abatidas por el crimen, las jefaturas indígenas más altas.
Pero además usaron otras armas o, si se prefiere, otros factores trabajaron objetivamente por la victoria de los invasores. Los caballos y las bacterias, por ejemplo. 
Los caballos habían sido, como los camellos, originarios de América, pero se habían extinguido en estas tierras. Introducidas en Europa por los jinetes árabes, habían prestado en el Viejo Mundo una inmensa utilidad militar y económica. 
Cuando reaparecieron en América a través de la conquista, contribuyeron a dar fuerzas mágicas a los invasores ante los ojos atónitos de los indígenas. Según una versión, cuando el inca Atahualpa vio llegar a los primeros soldados españoles, montados en briosos caballos ornamentados con cascabeles y penachos, que corrían desencadenando truenos y polvaredas con sus cascos veloces, se cayó de espaldas. El cacique Tecum, al frente de los herederos de los mayas, descabezó con su lanza el caballo de Pedro de Alvarado, convencido de que formaba parte del conquistador: Alvarado se levantó y lo mató. Contados caballos, cubiertos con arreos de guerra, dispersaban las masas indígenas y sembraban el terror y la muerte. «Los curas y misioneros esparcieron entre la fantasía vernácula», durante el proceso colonizador, «que los caballos eran de origen sagrado, ya que Santiago, el Patrón de España, montaba en un potro blanco, que había ganado valiosas batallas contra los moros y judíos, con ayuda de la Divina providencia». 
Las bacterias y los virus fueron los aliados más eficaces. Los europeos traían consigo, como plagas bíblicas, la viruela y el tétanos, varias enfermedades pulmonares, intestinales y venéreas, el tracoma, el tifus, la lepra, la fiebre amarilla, las caries que pudrían las bocas. La viruela fue la primera en aparecer. ¿No sería un castigo sobrenatural aquella epidemia desconocida y repugnante que encendía la fiebre y descomponía las carnes? 

«Ya se fueron a meter en Tlaxcala. Entonces se difundió la epidemia: tos, granos ardientes, que queman, dice un testimonio indígena”, y otro: “A muchos dio la muerte la pegajosa, apelmazada, dura enfermedad de granos”. Los indios morían como moscas; sus organismos no oponían defensas ante las enfermedades nuevas. Y los que sobrevivían quedaban debilitados e inútiles. El antropólogo brasileño Darcy Ribeiro estima que más de la mitad de la población aborigen de América, Australia y las islas oceánicas murió contaminada luego del primer contacto con los hombres blancos. 


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