1.200 millones de dosis de Sputnik V encargadas y planes para producir 500 millones este año en varios países
LUISA CORRADINI
En su implacable lucha por la influencia mundial, Rusia y China han decidido utilizar a fondo la nueva "diplomacia de las vacunas" para afirmar su presencia en aquellos países en vías de desarrollo que carecen de medios para comprar las vacunas desarrolladas por los laboratorios occidentales.
En esa nueva frontera de la diplomacia existen dos estrategias. La primera, en su versión más egoísta, es la practicada por los Estados Unidos de Donald Trump, cuya política fue la distribución doméstica exclusiva de las nuevas vacunas producidas por laboratorios privados de su país.
La Unión Europea (UE) y otras ricas democracias también compraron enormes cantidades de vacunas desarrolladas por esos laboratorios (Pfizer-BioNTech, Moderna, AstraZeneca, etc.) aunque, al mismo tiempo, colaborarán con la llamada Iniciativa Covax, lanzada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), cuyo fin es proveer 2000 millones de dosis a los países en desarrollo en 2021.
La otra estrategia es la practicada por China y por Rusia, que no dudaron en proponer a naciones sin recursos sus vacunas desarrolladas con dinero del Estado, acompañadas, cuando es necesario, de préstamos para financiar la operación. Según el Ministerio de Relaciones Exteriores de México, Pekín propuso 1000 millones de dólares en préstamos a países que, de otra manera, hubieran tenido serias dificultades en acceder a la vacunación.
Además de tratar a sus propias poblaciones, desarrollar vacunas ofrece la oportunidad a ambos países de demostrar que sus respectivas capacidades científicas pueden competir con las mejores de Occidente. Prueba de ello, el nombre escogido por el Kremlin para su vacuna Sputnik V, un intrínseco eco a la Guerra Fría.
Para Moscú, proveer inyecciones que salvan vidas es una excelente oportunidad de ejercer su soft power. Lo mismo para China, que trata así de demostrar su buena voluntad después que sus ocultamientos iniciales permitieron al virus diseminarse desde la provincia de Wuhan al resto del mundo. China -contrariamente a Estados Unidos o Rusia- se apresuró, por ejemplo, a incorporarse a la llamada Iniciativa Covax de la OMS.
Naturalmente las oportunidades comerciales también cuentan. Las compañías chinas producen cerca de 20% de las vacunas mundiales, aunque prácticamente la totalidad es utilizada a nivel nacional. Pero la pandemia representa una ocasión de imponer sus laboratorios como proveedores globales. Pekín, ofreció sus cinco proyectos de vacuna -incluyendo una ya aprobada por Sinopharm-, a numerosos países en desarrollo. Una docena de ellos ensayan las vacunas chinas, incluyendo Indonesia, Pakistán, Turquía, Egipto, Arabia Saudita y Brasil.
De esa manera, ambas potencias pretenden afirmar sus respectivas influencias políticas y económicas en esas regiones del mundo, en particular en América Latina y en África.
"La salud global y las intervenciones farmacéuticas fueron integradas como un elemento más en la lucha del equilibrio de poder mundial", afirma David Fidler, especialista de la salud en el Council on Foreign Relations. "Esto provoca pesadillas geopolíticas en Estados Unidos porque, con Trump, el país se retiró del juego", agrega.Pero ese contraste de estrategias va mucho más lejos que la crisis de la pandemia: es un reflejo de cómo el orden mundial de la posguerra está amenazado por el avance de poderes autoritarios y el retiro de Estados Unidos de la escena internacional.
En ese contexto, después de los hidrocarburos, las armas y la energía atómica, el presidente ruso Vladimir Putin está decidido a agregar la vacuna a su arsenal de influencia económica y diplomática y asegurarse una parte importante del mercado de los países en desarrollo. Para Putin, además, esta primera vacuna simboliza su leitmotiv desde hace dos décadas: Rusia está de regreso.
"Es una forma de mostrar que su país es capaz de formar parte de la élite científica mundial, de hacer exactamente lo mismo que las naciones desarrolladas", estima la politóloga Tatiana Stanovaia, fundadora del centro de análisis R. Politik.
En 1991, después del derrumbe de la URSS y del Comecon (mercado común de los países comunistas), Rusia se encontró casi sin industria farmacéutica, dependiente durante mucho tiempo de los laboratorios occidentales. Con los años, el país realizó un enorme esfuerzo de recuperación mediante un programa de substitución de las importaciones.
"Las vacunas producidas en Rusia son con frecuencia extranjeras. Pero esta vez se trata de las primeras concebidas exclusivamente en el país. Se trata de un orgullo nacional", indica Jean de Gliniasty, especialista de Rusia en el Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (IRIS).
"Esta aventura simboliza el regreso de Rusia al primer plano internacional en materia farmacéutica. Putin intentará obtener el máximo de rédito en el terreno del soft power", opina Gliniasty.
Por esa razón, Moscú propuso con éxito al laboratorio sueco-británico AstraZeneca una cooperación para desarrollar una nueva vacuna, cuya acción debería ser más amplia que las existentes. Sin embargo, son sobre todo los países con los cuales Rusia mantiene buenas relaciones los que responden presente. "Hay terrenos en los que los rusos son buenos, pero su costumbre de politizar todos los temas les juega en contra", lamenta Stanovaia.
En efecto, el despegue fue lento. Recién el 21 de diciembre Bielorrusia fue el primer país fuera de Rusia que aprobó la Sputnik V. Argentina siguió dos días después. Poco a poco, la vacuna fue ganando acceso a otros mercados del mundo en desarrollo: Guinea le permitió penetrar en África, Brasil firmó por 150 millones de dosis para 2021 y Bolivia recibirá 5,2 millones. Serbia también comenzó a inyectarla.
Según los responsables rusos, ya hay 1.200 millones de dosis encargadas y planes para producir 500 millones este año en varios países.
"Estamos concentrados en los reguladores de Asia, Medio Oriente, África y América Latina, donde los sentimientos hacia Rusia son más equilibrados", afirma Kirill Dimitriev, director ejecutivo del Fondo de Inversión Ruso (RDIF), que financió el desarrollo de Sputnik V y negocia los contratos internacionales.
"La gente terminará por darse cuenta de que las dosis disponibles en el mercado no alcanzan para 2021 y 2022", agrega,subrayando que Sputnik es "mejor y más segura" que las vacunas occidentales, que utilizan otras tecnologías.
La vacuna rusa usa, en efecto, una plataforma basada en el adenovirus responsable de la gripe, que ha sido estudiado durante décadas, aun cuando su eficacia todavía debe ser probada. AstraZeneca utiliza la misma técnica, mientras que las vacunas de Pfizer-BioNTech y Moderna se basan en una nueva tecnología, llamada mRNA, que consiste en enviar instrucciones genéticas contenidas en una molécula de ácido ribonucleico, a fin de programar las células para que produzcan sus propias proteínas virales, disparando así la respuesta inmunológica.
Es verdad, la velocidad sin precedentes con que fueron desarrolladas las vacunas anti-Covid plantea una realidad: que ni siquiera los controles más rigurosos pueden garantizar que estos nuevos medicamentos carecen de riesgos. Pero insistir en esa práctica científica de transparencia ayuda a aumentar la confianza del público que, hasta el momento, suele reducirse a veces a menos de la mitad de la población.
Los estudios de la vacuna rusa Sputnik V aun deben completar la fase 3. Moscú la aprobó mediante un procedimiento "de emergencia" en agosto, apenas concluida la fase 2, y comenzó la vacunación masiva de su población en diciembre. Kirill Dimitriev afirmó entonces que la vacuna tenía 92% de efectividad, sin publicar ninguna información científica. Hasta ahora, las vacunas chinas también se caracterizan por la misma opacidad.
Sin poner en tela de juicio la eficacia de esas vacunas, el misterio que las rodea erosiona la confianza. Esa nebulosa crea, sobre todo, un sistema a dos velocidades en donde los países de menores recursos se ven obligados a conformarse con productos que no fueron sometidos a los más altos estándares internacionales de control, como si sus habitantes fueran ciudadanos de segunda categoría.