Por: Natalio Botana. HISTORIADOR Y POLITOLOGO.
Al igual que hace un siglo, llegamos a este año del Bicentenario sin haber resuelto algunos problemas cruciales de carácter político institucional. En 1910, el debate aludía al origen del poder en una democracia en ciernes debido a los vicios que aquejaban al sistema representativo; en 2010, la disputa se refiere al ejercicio de dicho poder a causa de las graves deficiencias que soporta nuestro ordenamiento republicano. Democratizar la república en 1910; republicanizar la democracia en 2010.
Este último aspecto, el de poner en forma la democracia, se resume en el problema pendiente de la hegemonía del Poder Ejecutivo sobre los poderes Legislativo y Judicial. Esto no significa que la hegemonía esté instalada entre nosotros como una tradición "ejecutiva" (así la llamó Joaquín V. González en 1910) dura e indoblegable. Más bien, el panorama que se abre es el de un conflicto entre un poder presidencial decidido a no resignar esas pretensiones y un Congreso y una Corte Suprema dispuestos a ejercer su cuota respectiva de pesos y contrapesos.
Estos desafíos se cifran en la siguiente opción: o se busca en conjunto algún camino de entendimiento o, de lo contrario, el régimen presidencial se convertirá en un campo de batalla donde por un lado campea una hegemonía crepuscular y, por otro, el perfil aún no definido de un futuro gobierno de recambio.
La pregunta sobre las posibilidades de una razón deliberativa y consensual tiene pues tanta pertinencia como las inquietudes que surgen en torno a la viabilidad del presidencialismo. Algunos gobernadores, no pocos miembros del oficialismo y figuras pertenecientes a la oposición formulan insistentemente esta pregunta. ¿Puede, en efecto, nuestra democracia prosperar con un régimen de gobierno cuyas inclinaciones hegemónicas son en la práctica evidentes? Podríamos añadir: ¿es acaso la Constitución vigente la responsable de estos desaciertos o, de lo contrario, ellos derivan de una cultura política incongruente con el concepto de un gobierno limitado sujeto a una ley fundamental?
A la primera pregunta se suele responder con la propuesta de una reforma constitucional que instituya un régimen parlamentario. El segundo interrogante engloba, en cambio, un proceso que trasciende el encuadre jurídico y recoge las maneras de ser que, como rutinas establecidas, giran en torno a la política. Estos comportamientos se insertan, desde luego, en nuestro precario sistema de partidos. Como veremos de inmediato, ambos interrogantes están íntimamente vinculados.
La propuesta de un régimen parlamentario no debería analizarse sin al menos tener en cuenta dos factores concurrentes. En primer lugar, la experiencia comparada nos muestra que cualquier forma de régimen, sea esta parlamentaria o presidencialista, corre el riesgo de enmarañarse en crisis sucesivas en ausencia de un Estado "fuerte y ágil ( .) sin grasa y sin clientelismo", como acaba de escribir en esta misma página Felipe González el domingo pasado. En la democracia contemporánea el Estado es el arbotante del régimen político. Si el régimen político no es capaz de generar estructuras fiscales sustentables en el orden nacional y provincial, tarde o temprano este disloque produce ingobernabilidad.
¿Podrá el régimen parlamentario abolir estas deficiencias? El futuro inmediato dirá, pero mientras tanto es preciso poner manos a la obra porque el tiempo apremia. Es probable que en el Congreso se armen coaliciones para quebrar el unitarismo fiscal que agobia a las provincias (el déficit de la mayoría de ellas es un signo elocuente al respecto), lo cual no supone necesariamente que estos proyectos cuenten con la aquiescencia del Poder Ejecutivo. Si así fuera, este empate no anuncia un clima pacífico de convivencia legislativa.
El segundo de estos factores concurrentes tiene que ver con una administración de Justicia independiente. En estos momentos, en un escenario de luces y sombras, asistimos a una revaloración de esa piedra de toque de la división de poderes encarnada principalmente en la Corte Suprema de Justicia. Se han presentado amparos ante la Corte sobre la coparticipación federal y el uso de las reservas del Banco Central por parte del Ejecutivo, han prosperado medidas cautelares para una empresa afectada por la ley de medios y un fallo de la Cámara Laboral resolvió con equidad un conflicto sindical.
Las sombras se ciernen cuando se clausura sin apelación el caso por enriquecimiento ilícito del matrimonio Kirchner. La impunidad al acecho. Esta "judicialización" del campo político y de los presuntos efectos inconstitucionales de las leyes votadas entre el 28 de junio y el 10 de diciembre tiene lugar porque el sistema representativo no atina por ahora a dar respuesta a muchas emergencias. Tal vez dichas carencias se deban al movimiento de un péndulo que oscila entre la hegemonía y el faccionalismo partidario. A ello se suman las malas leyes y la actitud del Poder Ejecutivo que, mediante el uso del veto (lo hemos visto hace pocos días en relación con el proyecto de reforma política), hace caso omiso de los acuerdos que él mismo había aceptado previamente en el Congreso.
Los factores concurrentes a la reforma del régimen no gozan pues de tan buena salud: el Estado federal sigue rengo en sus funciones, tanto en la Nación como en las provincias, al paso que la Justicia levanta cabeza lentamente. En la tarea de reparar con temple gradualista estas insuficiencias institucionales deberían condensarse los propósitos de este año del Bicentenario.
Es una tarea comparable a la que dio cima a la reforma política de 1912, acaso más extendida y compleja dado que involucra varios frentes legislativos y reclama poner en práctica en los partidos un estilo capaz de sortear las trampas de la hegemonía y del faccionalismo. Sin estos presupuestos cualquier reforma del régimen de gobierno corre el riesgo de fracasar.