El inicio de la modernización de la refinería de Talara hizo revivir la vieja polémica sobre la conveniencia de esa obra. Es interesante que los principales artículos de opinión a favor –de Humberto Campodónico en La República y del presidente de PetroPerú, Héctor Reyes, en El Comercio– centren su justificación en la conveniencia empresarial de la planta, que ambos aseguran resultará rentable y no distraerá recursos del contribuyente. Más escépticos, Patricia Teullet (también en El Comercio) precisa que sí se requerirá una garantía del Estado para obtener financiamiento, y Ricardo Lago (en semanaeconomica.com) demuestra que el costo promedio de inversión por barril refinado de Talara resultará sustancialmente más caro (entre cuatro y dos veces más) que el de otras refinerías comparables en el mundo.
Esta inversión (casi 1.5% del PBI) no resulta entonces técnicamente inobjetable, ni políticamente neutra. Como explica Teullet en su artículo, para muchos es la concesión que hay que hacer a cambio de la moderación económica de un gobierno cuyos líderes, antes de ser elegidos, enarbolaron banderas de nacionalismo e intervencionismo extremos. El presidente Ollanta Humala estaría, pues, obsesionado con este proyecto y con el gasoducto del sur por razones eminentemente ideológicas. Él, en efecto, cree en la entelequia de la ‘soberanía energética’ (lo que es comprensible dado que creció escuchando idealizaciones mucho más caprichosas todavía, como aquella del ‘etnocacerismo’).
Por eso me he acordado de una discusión más vieja que la de Talara: la polémica medieval de los universales, que dividió a los filósofos en torno a si es posible conocer categorías universales (inferidas) de cosas que humanamente sólo podemos percibir en su singularidad. Los nominalistas desconfiaban de los universales, mientras que los realistas creían que sí reflejan la realidad del mundo. Los realistas extremos son los platónicos, que creen en la ontología de las ideas (por eso se habla de ideas platónicas). Muchos intelectuales y políticos (de derecha e izquierda) incurren en esa trampa –proponer la efectiva existencia metafísica de un ideal o intención– para pretender hacer obligatorias sus preferencias emotivas, estéticas o morales. Por ejemplo, la solidaridad o compasión universal, el ‘matrimonio natural’ (SE 1417) y la buena educación (SE 1420).
Es también el caso de la soberanía energética. ‘Soberanía’ es, según el DRAE, autoridad, soberbia, orgullo o excelencia. No se trata, pues, de un concepto siquiera relacionable con lo energético, mucho menos como para justificar la propiedad estatal de una refinería. En una democracia moderna –fiduciaria– el Estado está para administrar bienes públicos (no excluibles y sin consumo rival) que pertenecen a todos y los privados no pueden gestionar. Acá no hay ninguno: ciertamente el combustible no es un bien público y la soberanía energética es una mera idea (bonita para algunos) totalmente impráctica y discutible. Lo concreto y tangible es que las carencias del país en otras materias –infraestructura, donde la conectividad inmediata de la capital por la Carretera Central, por ejemplo, sigue en niveles subsaharianos– hacen que el costo de oportunidad de la refinería sea enorme. Talara es un derroche.