Hasta dos horas diarias en exceso en Europa y tres en Estados Unidos, según datos de NordVPN
ANA ALFAGEME
-Trabajas de sol a sol. Es mentira que puedas administrar mejor tus tiempos. Mezclas tu espacio de trabajo con tu espacio privado. No desconectas. Me he encontrado con 20 correos a las diez de la noche. Los fines de semana también [Ana, 61 años, técnica del Estado].
A mediados de marzo, los edificios de oficinas se vaciaron de gente y se llenaron de incertidumbre. Siete de cada diez empresas españolas enviaron a todos o parte de sus trabajadores a casa, según una encuesta reciente. Más de tres millones de personas teletrabajaron durante el confinamiento. Cuatro veces más que el nimio 4,8% de empleados que realizan sus tareas habitualmente en remoto parte de la semana.
La inmersión en el teletrabajo por la crisis sanitaria de la covid-19 tuvo mucho de zambullida temeraria. Los empleados se fueron de un día para otro a abrir el portátil sobre la mesa del comedor mientras los niños se les colaban en el Zoom. Los empresarios tuvieron que buscar en tiempo récord ordenadores con el país cerrado, adecuar plataformas seguras y organizar virtualmente tareas hasta entonces presenciales, expone Rosa Santos, directora de Relaciones Laborales de la patronal CEOE. Casi cinco meses después y con los brotes multiplicándose, la recomendación de priorizar el teletrabajo permanece.
Nos tuvimos que adaptar bruscamente a los nuevos usos laborales, explica la especialista en Medicina del Trabajo Teófila Vicente-Herrero. “No todo el mundo está preparado y no a la misma velocidad”, asegura. La tensión de mantener el nivel de rendimiento ante unas demandas a las que no se está habituado, dice la también experta en teletrabajo, causa “somatizaciones, con alteraciones digestivas, del ciclo del sueño y ansiedad por esa mala adaptación a la nueva situación de estrés”. Se agrava entre quienes nunca habían trabajado a distancia. “Había desinformación, falta de formación y de tecnología. Se han roto los horarios. En muchos casos se hacen jornadas interminables, y eso genera una alteración de los ciclos biológicos y de las relaciones familiares y sociales”.
Hemos trabajado más. Hasta dos horas diarias en exceso en Europa y tres en Estados Unidos, según datos de NordVPN, un proveedor del cordón umbilical que une los ordenadores domésticos con los servidores de las empresas. Uno de cada cuatro empleados ha tenido que aplicarse en su tiempo libre para cumplir, refleja una encuesta de Eurostat. Y lo hemos hecho desde el sofá o la silla de la cocina, compartiendo espacios improvisados con parejas e hijos. Trabajando a costa del sueño.
—Ha sido una de las peores experiencias de mi vida. He tenido tres trabajos. Deberes, por un lado, teletrabajo por otro, las cosas de la casa... He hecho videoconferencias de formación con gente nada interesada, que no sabían cómo hacerlo, o que no tenían datos en el móvil o que se reían. Y mis hijos apareciendo [María Tovar, 36 años, orientadora de empleo en una empresa. Dos hijos de ocho y cinco años].
¿Qué ocurre después de todos estos meses? “No nos hemos adaptado, hemos pensado que teletrabajar es trasladar la oficina a casa y ya está. No tenemos un control de la situación, padecemos estrés crónico. No hay descansos”, dice el profesor de Psicología Social en la facultad de Relaciones Laborales y Recursos Humanos de Granada Francisco Díaz Bretones. “Hemos expandido el tiempo y el espacio. Si el trabajo antes estaba circunscrito a un lugar durante un tiempo, eso ha desaparecido. Trabajando bajo una sombrilla en la playa, en casa, en la oficina, a todas horas. Es lo primero que hacemos al despertarnos y lo último al acostarnos. No disponemos de tiempos de recuperación y de descanso. La recuperación física es mucho más rápida. Pero psicológicamente tardamos mucho más en volver a un estado de relajación”.
—Cuando termino una videoconferencia, me duele el cuello y los hombros. Me siento muy expuesta y a la vez, me falta información. Para alguien introvertido y observador como yo, Zoom tiene todo lo malo de reunirte con gente en la vida real, pero en esos encuentros cara a cara hay muchas cosas que aquí no están [Carly Micó, 42 años traductora y editora].
Zoom, como epítome de todas las plataformas de videoconferencias, se adueñó de los ordenadores durante el confinamiento. Saltó de los 10 millones de participantes diarios de diciembre a los 300 en el grueso de la crisis. Los expertos defienden su enorme utilidad: “Ahorra tiempo, no hay que desplazarse, permite la comunicación no verbal y trabajar bien compartiendo pantalla”, mantiene Jeremy Bailenson, fundador del laboratorio de Interacción Humana Virtual de la Universidad de Stanford. “Sin las videoconferencias, el mundo estaría sufriendo aún más durante la pandemia”. El profesor Díaz Bretones asegura que las reuniones virtuales son más efectivas: “Optimizamos mejor el tiempo, dado que suprimimos parte del contacto social, pues nos centramos más en el desarrollo de la reunión. Y hay otra cosa, en un encuentro presencial, si se alarga o es un rollo, hay que mostrar atención. En Zoom se pueden hacer otras cosas”.
Quien haya mantenido videoconferencias a diario, como los profesores, obligados a dar clases, saben de lo que se conoce como “fatiga de Zoom”. Bialenson acaba de iniciar una ambiciosa investigación sobre el fenómeno y explica lo que ocurre cuando las reuniones son unas cuantas cabezas en la pantalla del ordenador. “En un encuentro presencial con una decena de personas, el tiempo que pasan mirándose mutuamente a los ojos es muy corto. Cuando ocurre, no dura más de unos pocos segundos. Con Zoom, una reunión con el mismo número de participantes transcurre en una retícula de caras y cada uno te mira desde la pantalla todo el tiempo. Eso puede ayudar para la productividad, pero tiene un coste. La gente se siente muy incómoda al ser observada permanentemente. El cerebro se muestra particularmente atento a las caras, y cuando las vemos en grande, interpretamos que están muy cerca. Nuestro reflejo de pelea o huida responde. En un estudio que hicimos en Stanford hallamos que cuando uno se expone a caras virtuales de gran tamaño, se encoge físicamente. Esto puede ser en parte la razón por la que Zoom es tan agotador. Cada minuto que estamos en videoconferencia tenemos caras que nos miran a pocos centímetros de la nuestra”.
Las videoconferencias han entrado en la vida laboral sin visos de marcharse. Hay que replantear las reuniones, como dice Eva Rimbau, profesora de Recursos Humanos y Organización de la Universidad Oberta de Cataluña (UOC) y especialista en teletrabajo, cuando unos están en la oficina y otros no. “Hay que sentarse como si todos estuvieran fuera, porque si no, los que están juntos físicamente toman el poder. La reunión es suya y se olvidan de los ausentes. Ahora es el momento de aprenderlo”. También de potenciar “la comunicación asíncrona, con herramientas que permiten que no estemos todos al mismo tiempo conectados para darnos respuesta, uno deja su información y otro la encuentra después”. Y luego hay trucos para paliar el agotamiento que causan las reuniones virtuales. Uno evidente, muy repetido, es desconectar la cámara para dejar de vernos constantemente. Otros los propone el profesor Bailenson. “Una de mis reuniones semanales dura dos horas. Después de las primeras que hicimos, que nos dejaron exhaustos, decidimos que solo aparecería en pantalla el que hablaba. Ayudó. Que salgan nuestros perros o gatos o nuestro mobiliario constantemente no es crucial para la mayoría de las reuniones. Zoom también permite controlar la posición y el tamaño de las ventanas que muestran la cara de los otros participantes, así que se puede jugar con los ajustes.También se puede instalar una webcam para que tu imagen salga próxima en la pantalla y puedas alejar el ordenador”.
El cansancio de la conexión virtual no es la única consecuencia de estos meses de teletrabajo. El estrés nos ha hecho comer más y peor. Y pasar 10 horas frente al ordenador, rota la rutina de ejercicio si la había, rompe también espaldas y articulaciones. “Ahora que empezamos a hacer analíticas, vemos que todo está alterado, suben los niveles de colesterol, de azúcar, de triglicéridos. En los artrósicos, y en la gente que tenía problemas de tendones, y han tenido que limitar totalmente la actividad, han perdido movilidad. Eso es lo que empezamos a ver ahora. Y yo creo que en un plazo de seis u ocho meses saldrá más a la luz”. La primera causa de absentismo laboral siempre han sido los problemas musculoesqueléticos y este 2020 los está disparando.
—Me he sentido solo. Echo de menos esa conversación con los compañeros que no es de trabajo, en la que surgen ideas. De todos modos, me gustaría poder trabajar algunos días en casa [Arturo, 30 años, periodista].
“Hemos perdido súbitamente el lugar del trabajo, una conquista social, vuelves a una soledad que te aísla de esa cultura del café y de la conversación, que te vincula. A largo plazo, no sabemos cuáles serán las consecuencias. Hace falta cierta forma de ser para llevar ese ensimismamiento del que precisa la escritura o el arte. Puede llegar a ser una amenaza si tu trabajo no es creativo”, dice el psiquiatra Enrique García Bernardo recordando que buena parte de nuestro entorno social nace del laboral. Un riesgo clásico del teletrabajo es el aislamiento y las consecuencias depresivas que pueda acarrear.
¿Teletrabajar era esto? No, dicen los expertos. Eva Rimbau cree que la situación es excepcional: “Nuestros niños dejaron de ir al colegio, nuestra familia o nosotros hemos estado enfermos, no podíamos salir. Han cambiado tantas cosas a peor… No podemos sacar ninguna conclusión más que decir: ¿el teletrabajo en caso de crisis es un horror? Sí. Estamos muy cansados, como ahora nos sintamos no es representativo de cómo podemos sentirnos en un teletrabajo normal”. También Rosa Santos, de la CEOE, cree lo mismo. Aún así, dice, los empleados no quieren regresar a la presencialidad. “Es una mezcla de miedo y de apreciar el poder para conciliar de poder trabajar en casa”.
Y lo que ocurre en la normalidad es que los teletrabajadores “pueden estar más estresados porque entremezclan mucho más el trabajo con la vida personal”, dice Rimbau, citando investigaciones. “Es un poco paradójico porque al tiempo están más satisfechos porque le permite conciliar”, afirma. Hay dos tipos de empleados en remoto: los integradores, que, asegura la experta, “hacen cosas personales en horario laboral y al revés, mientras esperan a que salgan los niños de extraescolares contestan mails. Corren el peligro de estar trabajando a todas horas”. Los llamados separadores —demedian trabajo y vida personal— se enfrentan al mismo riesgo. “Su reto sería aprender a decir ‘bueno, yo antes separaba porque me iba de la oficina. Ahora lo tengo que hacer de otra manera, cerrando la puerta del cuarto del ordenador o algo así”. Tenemos que reaprender, dice el psicólogo, “reaprender que si no contesto un correo a las diez de la noche, por ejemplo, no es que soy un mal trabajador”. El trabajo permanente estaría alentado por jefes que, al no vernos, disparan con el correo electrónico, el WhatsApp y la videoconferencia. Dirigir a distancia es dar confianza, aseguran los expertos.
A la soledad del teletrabajador, se suma otra peculiaridad: si no estás, no te ven. “En empresas en las que unos trabajan a distancia y otros no, los teletrabajadores recibían menos promociones, menos formación, menos feedback sobre su desempeño”, asegura Rimbau, “porque están un poco fuera de la vista. Y eso es un peligro que existe”.
Teletrabajar es ahora una realidad mucho más tangible. Twitter da esa opción a sus empleados para siempre. Facebook planea que la mitad de su plantilla trabaje a distancia en cinco años. Google no tendrá empleados en la oficina hasta mediados de 2021. En España, algunas compañías, como ING, darán opciones para teletrabajar de una forma completamente flexible. Algo menos de la mitad (41%) de las empresas españolas planea seguir con la fórmula de trabajo en remoto. Y un 30% de los trabajadores podría hacerlo, según cálculos del Banco de España. Pero será distinto. El Gobierno ultima un proyecto de ley que ha negociado con los agentes sociales para regularlo, que incluye la voluntariedad y flexibilidad y el derecho a la desconexión.