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ANALISIS
Montamat: De la cultura del cambalache a la ineptocracia política
LA NACIÓN/MINING PRESS/ENERNEWS
02/02/2022

GUSTAVO MONTAMAT*

Ir a notas de Daniel Gustavo Montamat

Los cortes de luz en el verano caliente volvieron a recordarnos que la electricidad más cara es aquella de la que no se dispone. Los inconvenientes causados obligaron a hablar de la calidad del servicio, de la relación con las inversiones que el sistema requiere, del nivel de subsidios y de la necesidad de que las tarifas reflejen costos económicos. Pero no hubo demasiadas reflexiones sobre la pérdida de institucionalidad que tuvo el sector.

La ley de emergencia con que esta administración inició su gestión intervino los entes reguladores del gas y de la electricidad cuyos miembros habían sido elegidos por concurso de antecedentes y entrevistas de evaluación. La profesionalización y la autonomía de los organismos de control en sectores capital intensivos son clave para atenuar la intrusión del cortoplacismo político y la captura del regulador por los regulados.

La duración de los mandatos y los relevos parciales permiten el cambio, y a su vez garantizan la continuidad de prácticas regulatorias que evitan entrampar segmentos capital intensivos en los vaivenes de la discrecionalidad política. Pero en la cultura del cambalache nadie se rasga las vestiduras cuando la selección por antecedentes y mérito es reemplazada por el dedo de una intervención.

En una economía en crisis como la actual, no hay debate de ideas. El oficialismo retroalimenta un discurso exculpatorio que tiene como estribillo el “ah…, pero Macri”. Si algún encuentro televisivo fuerza un debate, predominan los argumentos ad hominem, es decir, las descalificaciones y los insultos. Se utilizan las redes sociales como instrumento de mentiras y desmentidas, mientras la vicepresidenta, sin arriesgar réplicas y repreguntas en tiempo real, nos tiene acostumbrados a misivas autorreferenciales para la glosa de oficialistas y opositores. Y ahora Máximo, socavando a su propio gobierno, porque prefiere un default con el Fondo para conformar a su grupo de pertenencia ideológica que lidera no por mérito, sino por antecedentes familiares.

Cuando Joseph Stiglitz escribió la nota “El milagro Covid de Argentina” sus afirmaciones resultaron provocativas y disparatadas para algunos de sus colegas argentinos, pero catecismo indiscutible para otros. ¿No hubiera sido la oportunidad para que el ministro de Economía, Martín Guzmán, defendiera la afirmación de su mentor académico en un debate abierto y televisado con alguno de sus colegas que ocuparon su cargo en la administración anterior? ¿No era la ocasión para iniciar un debate sobre el rumbo de la Argentina con propios y extraños, donde el acuerdo o no con el Fondo pasaba a ser instrumental? Pero en la cultura del cambalache las ideas no se confrontan, se imponen. La consigna “no debatir ideas” y posponer definiciones también forma parte de la saga antimeritocrática.

Ni concursos selectivos ni debates de ideas. El oficialismo tiene que amalgamar un discurso que conforme a su núcleo duro y que no cierra con las restricciones que plantea la realidad. A su vez debe repartir nichos de poder entre militantes de distintas facciones aunque los aspirantes estén flojos de papeles curriculares. Es cierto que la exacerbación del amigo-enemigo en la construcción de poder favorece estos hábitos. Si quienes piensan distinto son enemigos y culpables de los males que nos aquejan, no se puede convivir con ellos ni debatir ideas. Menos explorar la búsqueda de consensos básicos en la alternancia republicana del poder. Para debatir ideas y coexistir en organismos autónomos y profesionalizados, hay que asumirse adversario, no enemigo.

Pero a no engañarse, el maniqueísmo populista ha aprovechado el terreno fértil que le ofreció la cultura del “cambalache”, que arrastra varias décadas, y cuyos disvalores resumió Enrique Santos Discépolo en su famoso tango (compuesto en 1934). Esa cultura ha arraigado de manera gradual y persistente entre los argentinos, marginalizando el mérito, la educación, el esfuerzo y el trabajo como valores fundantes del orden social.

En el libro The Aristocracy of Talent: How Meritocracy Made the Modern World, el inglés Adrian Woolridge, analiza el ocaso de la sociedad meritocrática en Occidente, luego de un riguroso examen histórico de cómo el mérito sustituyó la herencia, el linaje, la venalidad y la fortuna como ordenador social en aquellas sociedades que lideraron el despegue occidental en los siglos XVIII y XIX. El socialismo y el capitalismo moderno promovieron el mérito y auspiciaron a su turno la prestación de bienes públicos por el Estado para igualar oportunidades cercenadas por el nacimiento. Se buscaba hacer funcionar el “ascensor social”. La educación pública de calidad estaba en los fundamentos de ese orden que ningún progresista en el siglo pasado se atrevía a cuestionar. Pero la cultura posmoderna, por un lado, y la renovada vigencia de los populismos de derecha e izquierda, por el otro, han coaligado sus antagonismos contra la tradición meritocrática y sus valores. Por derecha la acusan de elitista y de retroalimentar el éxito de los “talentosos” en perjuicio de los dejados atrás, lo que implica una amenaza al orden social. Por izquierda, imputan a la competencia meritocrática de generar angustia y frustración entre los perdedores, y de inhibir el circuito del ideal igualitario.

Woolridge critica ciertas deformaciones en la evolución de la meritocracia, en especial aquellas que intentaron igualaron el talento con el nivel de coeficiente intelectual, y el mérito con una “aristocracia de cerebros” que resulta discriminatoria; pero advierte, sin ambages, sobre las consecuencias de abandonar el mérito y el esfuerzo en el orden social, porque entonces la sociedad se retrotrae a los vicios del nepotismo, la casta, el clientelismo y el acomodo como ordenadores sociales sustitutos. En síntesis, se iguala para abajo y gobiernan los mediocres.

Es muy interesante el análisis que hace el autor de lo acontecido en China. La experiencia más radical de igualitarismo en la historia contemporánea la intentó Mao con la “Revolución Cultural”. Fue un fracaso total que derivó en una hambruna. La China que hoy admiramos por sus logros económicos volvió, a partir de Deng Xioping, a imponer en paralelo a la apertura capitalista un riguroso sistema meritocrático, y a promover la cultura confuciana, con una educación de calidad basada en uno de los sistemas examinadores más extendidos y exigentes que hoy conoce el mundo.

En la Argentina hace rato que desapareció el cuadro de honor de las escuelas, la asistencia perfecta es estereotipada como “insolidaria”, los exámenes de ingreso o egreso son “discriminatorios”, las calificaciones y promociones están socializadas, y la difusión de los resultados es “estigmatizante”. Se evitan los concursos, y, donde sobreviven, el mérito y el esfuerzo cedieron prioridad al sorteo y al azar como muy bien lo destacó Luciano Román (La Nacion 25-01-22). Varados en el presente, no hay debate sobre el futuro.

El francés Jean d’Ormesson vislumbró las posibles consecuencias políticas de reemplazar el mérito por el parentesco, la prebenda y el clientelismo en la democracia, y caracterizó la “Ineptocracia” como “el sistema de gobierno en el que los menos capaces de gobernar son elegidos por los menos capaces de producir, y en el que los otros miembros de la sociedad menos aptos para procurarse su sustento son obsequiados con bienes y servicios pagados con los impuestos confiscatorios sobre el trabajo y la riqueza de unos productores en número descendente”.

*Doctor en Economía y en Derecho

 


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