LUCIANO ROMÁN *
Hay noticias que, casi sin darnos cuenta, penetran en el ánimo colectivo y moldean, incluso, el espíritu de la sociedad. Parecen noticias frías, casi burocráticas, pero condicionan, por goteo y persistencia, nuestra forma de ser, nuestros reflejos automáticos y nuestro modo de vincularnos. También determinan nuestra manera de concebir el futuro. Son noticias a las que nos acostumbramos y con las que, muchas veces, convivimos sin advertir el impacto y el daño que nos producen. Una de ellas es el índice de inflación, que tal vez –sin caer en alardes poéticos, sino con pretensión descriptiva– debería llamarse el índice mensual de los sueños rotos, de la frustración y del desánimo, porque eso es a fin de cuentas lo que causa en el tejido social.
En el vértigo de las redes sociales, sobresalió hace unos días un hilo de Twitter que escribió un joven español después de haber pasado en la Argentina unos días como turista. Se llama Javier López, es emprendedor y vale la pena leerlo, porque, en párrafos breves y hasta elementales, retrata “la locura” que nosotros tenemos naturalizada. “Con lo que les voy a contar, les va a explotar la cabeza”, anticipa a sus lectores españoles. Y lo que les cuenta es que en la Argentina, “que supo ser la sexta potencia del mundo, con un PBI que competía con el de Francia o Alemania, hoy las cosas no tienen precio. En los menús de los restaurantes, los valores cambian tan rápido que, si te descuidas, no les da ni tiempo a imprimirlos. Y cosas sencillas, como un café, pueden valer desde 50 hasta 600 pesos según el sitio”. Pero la clave está en lo que apunta a continuación: “Vivir en esa incertidumbre forja a fuego el carácter de todo argentino. Es un sálvese quien pueda”.
El cambio constante en las reglas de juego y la sensación cotidiana de inestabilidad conspiran contra la planificación y el ahorro, pero también contra el entusiasmo, la pasión y las ganas. Nos hemos acostumbrado a un país donde nada es seguro ni previsible, en el que todas las variables navegan a la deriva y el horizonte se nos viene encima. Lejos de ser un árbitro ecuánime y razonable, el Estado se ha convertido en una especie de tiburón hambriento, que hoy puede dar un zarpazo por acá y mañana, uno por allá. Todo el tiempo se dictan normas y disposiciones nuevas en una especie de regulación caótica que potencia la economía en negro y los mercados marginales. Rige un estatismo galopante, que regula hasta el precio del tomate, pero agrava –por igual– los problemas del productor y del consumidor. Un ejemplo, entre tantos, lo encontramos en la ley de alquileres: con el afán de regular, empeoró las cosas y rompió el mercado, sin solucionarle la vida a nadie, sino todo lo contrario. También debería tener un nombre menos “administrativo”: es, para inquilinos y propietarios, “la ley con la que pierden todos y nadie duerme tranquilo”. Tal vez deberíamos apelar a un lenguaje menos neutral y burocrático, para que “la locura” no solo sorprenda a los turistas españoles, sino también a nosotros mismos. Tener claro lo que nos pasa debería ser el primer paso para intentar revertirlo. El segundo, tal vez debería ser no naturalizar el absurdo.
Que la Argentina se haya acostumbrado a una inflación anual del orden del 50% significa que ninguna empresa puede hacer planes de crecimiento ni presupuestar de hoy a seis meses; ninguna familia puede proyectar su futuro con tranquilidad y ningún joven le encuentra sentido a ahorrar para su primera vivienda. Esa combinación de impedimentos debilita el espíritu emprendedor, frena cualquier ímpetu de crecimiento y expansión y alimenta un pesimismo colectivo que nubla nuestra visión del futuro.
La inflación erosiona el valor de la moneda y, lejos de ser una abstracción macroeconómica, eso hace que todos los días nos levantemos sin saber cuánto valdrá nuestro esfuerzo ni qué podremos comprar con lo que ganamos ayer. La inflación parece un “dato frío”, pero lleva a miles de jóvenes a preguntarse qué sentido tiene buscar un empleo y sacrificarse para progresar. Si el trabajo no garantiza una perspectiva de crecimiento personal, si no sirve para acceder a la vivienda, para tejer una red de contención y para soñar con un horizonte de estabilidad, ¿para qué sirve? Esta es la pregunta que muchos padres escuchan de sus hijos. Esta es la pregunta que empuja a muchos a imaginar su futuro fuera del país y a encarar proyectos que impliquen menores ataduras y compromisos. “Vos sabías que si trabajabas duro te ibas a comprar tu casa; para mí será imposible, aunque me esfuerce al máximo”, le dicen los jóvenes a la generación anterior. Por eso, si llamamos a la inflación “destructora de sueños”, no estamos escribiendo poesía vulgar, sino una estricta crónica periodística de la crisis argentina.
Esa cultura inflacionaria que erosiona las nociones básicas de estabilidad y previsibilidad se traslada a casi todos los órdenes de nuestra vida cotidiana. Como no sabemos cuánto van a costar, tampoco sabemos cómo van a funcionar las cosas, ni siquiera si van a funcionar. Nos hemos acostumbrado a la ausencia de garantías básicas: cuando tomamos la autopista, no sabemos si se podrá circular o estará bloqueada por piqueteros; cuando vamos al aeropuerto, no sabemos si los aviones despegarán o habrá huelga de pilotos, controladores o banderilleros; cuando llevamos a los chicos a la escuela, no sabemos si tendrán clases; cuando llamamos a un 0800, solo nos atenderán si tenemos suerte. Lidiamos, por supuesto, con riesgos más dramáticos: no sabemos en qué esquina podemos sufrir el zarpazo brutal de la inseguridad. Convivimos con altísimos niveles de incertidumbre, que alimentan a la vez una espiral contagiosa. Muchos se terminan preguntando si tiene sentido aportar lo que les corresponde. Y en esa trama de desconfianzas se anuda el gran trauma de la Argentina.
La incertidumbre devora nuestras energías y desvía nuestra creatividad. Orientamos el ingenio a perder lo menos posible, no a la ambición de crecer. Nos ponemos todo el tiempo a la defensiva, sin saber por dónde vendrá el manotazo. Los que tienen un capital que proteger están más pendientes de encontrar un salvavidas que de alzar velas para avanzar. Es una cultura que alienta también el victimismo, estimulado desde el poder con una ideología que aviva los resentimientos más primitivos. Se estigmatizan el riesgo y la competencia, la inversión y los negocios. Se exprime al que produce y se desalienta la generación de empleo. En ese ecosistema, los únicos que crecen son la economía marginal y un Estado que se financia con deuda y emisión. ¿Hasta cuándo? Es una pregunta que la política ha dejado de hacerse. El largo plazo parece un problema de otros.
A esa espiral patológica remite la cultura del “sálvese quien pueda”. No es casual que hoy el país esté hablando de un auge de estafas piramidales con grotescos sistemas en los que se mezclan promesas fáciles, especulación financiera, fantasías de “salvación” y extrañas criptomonedas. Cuando se cierran los caminos, florecen los atajos.
Frente a este país que a cualquier turista europeo le parece “de locos” tal vez deberíamos proponernos la epopeya de vencer al derrotismo. Sabemos que podemos ser otra cosa, porque fuimos otra cosa. Nuestra propia historia nos ofrece un modelo, que seguramente deberá ajustarse a los desafíos de la modernidad. Nos lo ofrecen, también, muchos países cercanos, donde la moneda simboliza el gran acuerdo nacional.
Cuando se habla de la “batalla cultural”, se habla en realidad de este debate: ¿seguimos gastando lo que no tenemos y vemos hasta cuándo aguanta? ¿Creemos en la falacia de un “Estado protector” que se desentiende del futuro?, ¿o retomamos el camino que la Argentina supo recorrer y que hizo que su PBI compitiera con los de Francia o Alemania? Tal vez se trate de empezar por lo más elemental: no resignarnos a un país sin “peso propio”. Si nos negamos a naturalizar la degradación argentina, quizá tengamos un punto de partida. No es una gesta individual, pero todos tenemos algo que sumar a una sana rebeldía ciudadana y a una indispensable ambición colectiva. Es bueno saber que también depende de nosotros.
* Periodista