Semanario Parlamentario
Por María José Bongiorno - senadora nacional de la provincia de Río Negro
Recientemente, la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, abogó por la sanción de la iniciativa que protege el dominio nacional sobre la propiedad, posesión o tenencia de tierras rurales. Y, en verdad, para quienes representamos aquellas Provincias, como Río Negro, que basan gran parte de su riqueza en su producción agrícola-ganadera, es menester sentar posiciones sobre el particular, alejándonos de conceptos chauvinistas y de debates inconducentes que esquivan el centro de análisis.
La tierra es un recurso natural escaso para satisfacer las demandas de distintos productos de todo el planeta. No cabe duda que, en ese concierto, es un recurso estratégico, íntimamente ligado a la soberanía nacional. Su significación para el desarrollo humano y social es absolutamente relevante y, por tratarse de un recurso “no renovable”, dejar librado su desarrollo a la dinámica propia de los negocios inmobiliarios o comerciales es un verdadero problema que puede comprometer seriamente el desarrollo de una Nación.
La población mundial demanda, constantemente, alimentos que, en su gran mayoría, surgen de la explotación de la tierra. Esta demanda resulta cada vez más creciente, ante una oferta cada vez más escasa para satisfacerla. No hace falta ser un experto en temas agropecuarios para apreciar este proceso que, por otra parte, es puesto de relevancia por diferentes estudios de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura).
Es clave, al respecto, establecer políticas de explotación, cuidado y atención del suelo. Y, a la vez, fomentar la producción de valor agregado que, sin duda alguna, potencia la generación de fuentes de trabajo y, a la vez, la capacidad de generar saldos exportables. Nuevamente cabe la reflexión: la dinámica comercial no puede provocar el agotamiento de este recurso y el uso indiscriminado del mismo.
Frente a toda esta realidad –reflejada en la mayor parte de los países con importantes extensiones de suelo productivo-, aparecen las eventuales controversias ante el establecimiento de límites a la propiedad extranjera sobre el suelo nacional. Calificativos como “refractaria”, “xenófoba” o similares surgen como obstáculos para imponer dichos resguardos; la alusión a la consabida “inseguridad jurídica” también se utiliza como argumento para denostar cualquier iniciativa al respecto.
Empero, nada de ello aparece mas alejado a la realidad, el Pacto de San José de Costa Rica –incorporado a nuestra legislación positiva por imperativo constitucional- establece que “toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley puede subordinar tal uso y goce al interés social….” (artículo 21). De allí se desprende, con meridiana claridad, que el interés social puede establecer regulaciones referentes al uso y goce del derecho de propiedad para los habitantes de una Nación. El disfrute irrestricto ya es un recuerdo en la mayor parte de las legislaciones del mundo, aún en aquellas que conservan marcados tintes liberales.
Es más. En mayor o en menor medida, muchas naciones han recurrido a establecer límites a la “extranjerización” de sus tierras. Brasil, Bolivia, Perú y Costa Rica cuentan con restricciones en sus respectivas legislaciones. Y, mas lejos aún, países como Francia, Canadá, Gran Bretaña y los Estados Unidos, siguen similares tendencias normativas. No se trata, entonces, de convertir a la República Argentina en una rara avis, aislada del concierto internacional en la materia, sino que, por el contrario, se la coloca en sintonía con países de distinto rango e ideologías políticas dominantes.
Es que no nos encontramos ante una cuestión ideológica, sino ante una verdadera Política de Estado, vinculada estrechamente con decisiones de carácter estratégico. El peligro de una concentración de la propiedad de las tierras argentinas en manos extranjeras –y sobre todo, en cabeza de capitales financieros-, comprometen seriamente nuestro desarrollo, hipotecan nuestra explotación agropecuaria y ponen en peligro el bienestar de nuestra población.
El proyecto remitido desde el Poder Ejecutivo al Congreso Nacional no estatuye una prohibición total, lo que colisionaría con algunas previsiones constitucionales. Sólo establece un límite a los porcentuales de suelos cuya titularidad se permite sostener a personas físicas y jurídicas no residentes en el país. Y, por otra parte, establece límites de extensión máximos a la cantidad de hectáreas cuya titularidad puede ser asignada a ciudadanos o empresas extranjeras. Consecuentemente, es absolutamente concordante con nuestro sistema jurídico, en el cual los derechos se ejercen de acuerdo a las leyes que reglamentan su ejercicio, tal como se dispone en el artículo 14 de la Constitución Nacional y ha sido consagrado por copiosa jurisprudencia al respecto.
Y, desde otro ángulo, no se produce afectación alguna a los “derechos adquiridos” por parte de los propietarios actuales. La iniciativa deja clara esta cuestión. Por ende, aquellas objeciones sobre eventuales “inseguridades jurídicas” quedan absolutamente desechadas.
Quienes, desde hace algún tiempo, desarrollamos actividades parlamentarias, hemos registrado el ingreso de varias iniciativas en dirección similar a la que remitiera, en esta oportunidad, el Poder Ejecutivo Nacional. Lamentablemente, han quedado en un cúmulo de buenas intenciones que, por otra parte, no han podido frenar una incipiente “extranjerización” de varios recursos estratégicos.
Es esta una buena oportunidad para, de una vez por todas, fijar reglas claras y duraderas en el tiempo y que, a la vez, sirvan para proteger los recursos estratégicos con los que la naturaleza ha dotado a la Argentina. Es imperativo que la tierra tenga, mayormente, su dominio y propiedad en manos nacionales. Sólo de esa manera podremos proteger un desarrollo planificado sobre bases ciertas, ante un mundo que reclama, cada vez mas, por alimentos para satisfacer las demandas de su población.
Al parecer, el consenso de las distintas fuerzas políticas parece favorable. Ante estas posibilidades, no queda más que poner manos a la obra. Seguramente, nuestros hijos y las generaciones venideras nos lo agradecerán.