BAE
Por Ricardo Forster, filósofo, ensayista y uno de los principales exponentes de “Carta Abierta”
Resulta importante no reducir ni resumir todo lo que sucede en el país bajo el nombre, ahora convertido en emblemático, de “Famatina” y convertir la totalidad de la política del Gobierno nacional, que ha mostrado ampliamente que busca satisfacer las necesidades y las demandas de los sectores mayoritarios y postergados, en una supuesta complicidad con las empresas dedicadas a la megaminería o a cualquiera de las otras políticas extractivas o cerealeras.
En política, como en los distintos órdenes de la vida, hay una diferencia entre lo pequeño y lo grande, entre lo particular y lo general, entre aquello que responde a algo específico y localizado y aquello otro que se despliega en el espacio universal. Reducir lo particular a lo general puede conducir, como en los hechos ha sucedido en distintas circunstancias, a acallar voces, vidas y experiencias en nombre de una voluntad general que parece definir, desde su propia lógica y desde sus propios intereses, la totalidad de la vida en el interior de una sociedad. Conocemos las consecuencias que esa “universalidad mala” (para utilizar libremente una categoría de la filosofía de Hegel) ha tenido respecto de todos aquellos (pueblos, individuos, colectivos sociales, países, culturas originarias, minorías de distinto tipo, etc.) que no entraron en los “planes civilizatorios” propios de la locomotora del progreso y de sus exigencias absolutas. Y aunque en ocasiones el árbol puede tapar al bosque y es lo que suele ocurrir cuando un interés particular reclama el derecho a permanecer incuestionado más allá de que pueda afectar otros intereses, no cabe duda de que en el interior de una sociedad democrática no es posible reducir el derecho individual en nombre de un derecho general que, incluso, puede desplegarse segando esa particularidad que entra en tensión con la universalidad. Sostener el equilibrio, siempre delicado, entre ambas dimensiones de la vida social y humana es, sin dudas, una tarea constante y un esfuerzo imprescindible a la hora de medir las consecuencias de determinadas decisiones y acciones.
En las últimas semanas hemos podido ver de qué manera algo de esta tensión se desarrolla en nuestro país alrededor de cuestiones no vinculadas entre sí pero que nos permiten dar perfecta cuenta de lo que se pone en juego cuando se manifiesta de manera explícita la colisión entre lo particular y lo general. Por un lado, nos encontramos ante la gravedad de la cuestión de la minería a cielo abierto que ha recobrado vigor y presencia mediática a partir del rechazo que una parte mayoritaria de la ciudad de Famatina hizo de la posibilidad de que se desarrolle, en su cerro, un emprendimiento minero canadiense que, eso dicen, pondría en peligro al agua y destruiría el medio de vida de miles de sus pobladores además de afectar las napas profundas que alimentan otras regiones. Alrededor del reclamo, justo allí donde son los pobladores de una región quienes deben ser consultados cuando se toman decisiones que involucran sus propias vidas y las de sus hijos, se han montado, casi inmediatamente, otros intereses que prefieren dirigir la crítica no sólo y exclusivamente al gobierno provincial sino que apuntan, centralmente, a cuestionar al Gobierno nacional responsabilizándolo por la ampliación de una política minera que, eso señalan, no toma en cuenta la sustentabilidad medioambiental.
Lo que no suelen decir es de qué modo se reemplazaría el impacto que la minería tiene en un proyecto de desarrollo que sobre todo busca integrar zonas marginales y pobres del país como suelen ser, por lo general, las provincias mineras (pienso sobre todo en Catamarca, La Rioja y San Juan, que durante la década neoliberal fueron declaradas por el Banco Mundial zonas inviables en términos productivos, en un momento en el que los famosos commodities mineros carecían de la relevancia y del valor que tienen actualmente, en particular después del aumento exponencial del oro) y cómo se lograría seguir expandiendo un crecimiento económico que resulta fundamental a la hora de mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la sociedad, en particular en países, como es el nuestro, que para distribuir mejor y más equitativamente la riqueza necesita imperiosamente avanzar en un proceso de reindustrialización que le permita eludir la trampa de la reprimarización productiva (en este sentido, la minería por sí sola no garantiza que se logre ese objetivo allí donde puede ser vehículo de la primarización y de la acumulación de ganancias sólo y exclusivamente en beneficio de los capitales extranjeros que no suelen tener gravámenes significativos). Tal vez por eso, y tomando en cuenta la conjunción de aspectos económicos, sociales, culturales, tecnológicos, medioambientales y políticos es que no resulta sencillo resolver una cuestión como la de la minería sin romper prejuicios y sin afectar intereses y encontrando la fórmula que garantice la permanencia de los derechos de la población a la vez que habilita un crecimiento económico que vuelva sustentable un proyecto socialmente más justo y que debe tener alcances nacionales (en Bolivia y Ecuador, países gobernados por proyectos populares, aparecen problemas y conflictos no muy distintos a los que hoy se discuten en la Argentina).
La cuestión, retomando lo inicialmente señalado, es de qué manera se vuelve posible compatibilizar los intereses particulares (que incluso cuando toca la grave y delicada cuestión ecológica se vuelve un problema más amplio y general porque sus consecuencias se derraman más allá de la región y de la coyuntura) con los de la nación en su conjunto. Dicho de otra manera: cómo equilibrar la necesidad del desarrollo y crecimiento económico (que trae aparejado problemas de distinto tipo y entre ellos el de la sustentabilidad del medio ambiente) que aspira a volver más igualitaria la sociedad con las distintas problemáticas de contaminación que se derivan de ciertas áreas productivas (la expansión de la frontera sojera es otro ítem decisivo a la hora de sincerar esta discusión entre generación de riquezas y de capitales que pueden derivarse a áreas claves como educación, salud y vivienda y, al mismo tiempo, lo que provocan en términos de despojamiento, injusticias, daño ambiental, riesgo de monocultivo, etc.). Y, a su vez, también resulta importante no reducir ni resumir todo lo que sucede en el país bajo el nombre, ahora convertido en emblemático, de “Famatina” y convertir la totalidad de la política del Gobierno nacional, que ha mostrado ampliamente que busca satisfacer las necesidades y las demandas de los sectores mayoritarios y postergados, en una supuesta complicidad con las empresas dedicadas a la megaminería o a cualquiera de las otras políticas extractivas o cerealeras. Encontrar los vasos comunicantes es una tarea imprescindible que compete a los distintos actores. Insisto en ver de qué modo se puede compatibilizar desarrollo económico, innovación tecnológica, reindustrialización, problemática medioambiental y derechos propios de cada actor en particular. Éste es el gran desafío de la actualidad.