El 7 de mayo pasado se celebró el Día de la Minería, fecha establecida en 1945 para recordar la primera norma minera argentina, dictada por la Asamblea del Año XIII.
Y como no hay minería sin minero, hoy vamos a dejar que hable uno de esos hombres que extraen minerales taladrando rocas y excavando el suelo. Es Yosko Cvitanic, minero que vive en Salta y que desde la niñez probó rigores y placeres de este milenario oficio del hombre.
“En 1936 -cuenta Yosko en Atacama-, yo tenía seis años y vivíamos en la calle Balcarce.
Mi padre trajo de Chile su inquietud y pasión minera que alternaba con los trabajos en el ferrocarril de Huaytiquina.
Lo veíamos pocos días al año; venía tres o cuatro veces y solamente por una semana; traía bolsas con muestras de minerales mal recibidas por mi hermano o por mí; nos había enseñado a triturarla sobre una plancha de hierro, golpeando con martillo durante horas. Previo cernido, terminaba en finísimo polvo que luego volcábamos en baldes de agua, la que se arrojaba antes de que decantara totalmente. Este procedimiento repetíamos varias veces hasta que el pesado barro final se filtraba con un lienzo y se esparcía sobre una chapa de zinc al sol. Ya seco, lo entregábamos al boticario Martina Fernández -farmacia Balcarce-, quien le agregaba diferentes ácidos para producir reacciones químicas e identificar el mineral. Nuestro trabajo se compensaba con 50 centavos, costo del matonè dominical. Pasaron por nuestras maltratadas y ampolladas manos, duros cuarzos, rocas con plomo, plata, cobre, estaño; siendo las diatomitas y caolines las preferidas por ser las más blandas.
El primer viaje
Mi primer viaje a la cordillera fue por 1936. Mi madre me abrigó con un grueso pantalón de barracán tipo bombacha de gaucho, una campera de la misma tela y una gorra con grandes orejeras. El traslado fue en una “voiturette”, modelo 35; el chofer fue mi tío José Toncovich y el destino: la mina Emilia, de plomo, plata y oro, a 30 km de San Antonio de los Cobres. El entusiasmo fue indescriptible cuando pasamos bajo La Polvorilla. Sus gigantescos basamentos nos hicieron insignificantes y esa mole de travesaños de hierro que se iban al cielo, me llenó de emoción imborrable. En la mina no había comodidades. Un pequeño galpón para todo: almacén, comedor, dormitorio. Armé mi cama sobre duros fardos de pasto, destinados a alimentar una vieja mula que tiraba lentamente vagonetas sobre rieles, desde el socavón hasta una escombrera.
Defraudé a mi padre porque más me interesaron huellas de invisibles avestruces, que la minería.
A susques
Mi segundo viaje fue al año siguiente, en un camión repleto de chapas, carretillas, palas, picos y nosotros. La primera parada fue en Susques. Nos recibió el comisario Puca, que nos indicó cómo llegar a Laguna Blanca, lugar donde estaba la boratera que buscábamos. Llegamos a un campamento que no difería mucho al del primer viaje. Era unos metros más largo, pero costó meter a los dieciocho integrantes del grupo.
Recuerdo la laguna totalmente congelada; caminé sobre ella escuchando el quejido del hielo. Por el trabajo recibía una paga de 30 centavos por día y consistía en sacar con los manos del hediondo y oscuro barro, las “papas” de borato tinkal para amontonarlas donde los peones las embolsaban.
A medida que pasaron los años, mi entusiasmo por la minería creció y se transformó en desbordante y apasionado.
Actualmente la pequeña minería es una quimera: solamente hay minería para las grandes empresas.
En un momento poco oportuno, los dedos de mis manos no resistieron más el intenso frío y algunas lágrimas brotaron de mis ojos. Mi padre lo notó y lastimó mi amor propio reclamando mi poca hombría. El ingeniero Torres, encargado de la mensura, salió en mi defensa argumentando mi corta edad... Ese día perdí mi empleo y me convertí en fiel seguidor del simpático ingeniero.
En 1941 un minero chileno nos llevó por cerros cercanos a Guachitas. Llegamos en vehículo hasta el río y luego caminamos horas por lomadas y bajo un insoportable calor. “El pique” apareció brillante en una ladera. Las paredes estaban totalmente mineralizadas de galena (sulfuro de plomo) y llenamos las bolsas para regresar apurados por la sed. La falta de agua fue desesperante pues nos vimos obligados a tomar sorbos hediondos y turbios en un charco pisoteado por las vacas. Al final, el mineral era de buena ley.
Ya se hablaba del fin de la 2ª Guerra Mundial. El plomo estratégico se “desplomó”, lo que significó que se perdiera interés en la explotación de ese mineral. Pasaron años para notar un repunte que nos hizo acordar de aquel “pique”. El guía minero había desaparecido, pero decidimos encarar solos la exploración. Hicimos varios viajes, preguntamos a propietarios de fincas, a vecinos, pero ninguno supo darnos noticias del lugar. La memoria nos jugó una “mala pasada” y nos quitó un esperanzado sueño minero...