VIVIANE CALLIER
Cuando el padre del fotógrafo Justin Jin tuvo una urgencia médica a finales de noviembre en su casa, en China, Jin, que vive en Bélgica, enseguida se subió a un avión para estar a su lado. Pero la pandemia de COVID-19 convirtió un viaje normalmente sencillo en un calvario de dos semanas y media.
En China, el virus está controlado, así que el gobierno ha establecido una serie de medidas minuciosas para impedir que los viajeros reintroduzcan la enfermedad. Cuarenta y ocho horas antes de subirse al avión, Jin tuvo que hacerse dos tipos de pruebas de COVID-19, una de anticuerpos con un pinchacito en el dedo y una prueba genética con un hisopado nasal.
FOTOGRAFÍA DE JUSTIN JIN
Subió los resultados a una aplicación para que la embajada china los aprobara antes de viajar. En el vuelo, todos auxiliares estaban cubiertos de pies a cabeza con equipo de protección individual. Al llegar, se hizo otra prueba a los pasajeros, que después fueron trasladados a un hotel para la cuarentena, donde permanecerían bajo estricta vigilancia durante 14 días independientemente de los resultados de la prueba.
Cuando Jim bajó por la rampa hacia el avión, la tripulación de cabina lo recibió vestida de pies a cabeza con equipo de protección individual para protegerse a sí mismos y a los pasajeros. También permite que la tripulación no tenga que ponerse en cuarentena al llegar.
La cuarentena en el hotel fue estricta: aislaban a cada pasajero en una habitación y las puertas estaban vigiladas por una cámara para alertar de inmediato al personal de seguridad si alguien salía. Las habitaciones y los pasillos se fumigaban cada vez que llegaba alguien nuevo. Las comidas se entregaban en la puerta y los médicos acudían dos veces al día durante 14 días para realizar controles de temperatura. Jin recibió un cubo y desinfectante para esterilizar el retrete antes de tirar de la cadena.
«Me sentí como un espécimen abducido en un ovni, porque todo el mundo me trataba con mucho cuidado», afirma Jin.