BERNA GONZÁLEZ HARBOUR */El País
Los abuelos, los padres y los libros nos hablaron de posguerra, de no tener nada que llevarse a la boca salvo quien tuviera la suerte de ser de pueblo y poder plantar patatas, robar mazorcas de maíz o perseguir un gato para echarlo a la olla. Una vida que por fortuna la inmensa mayoría no hemos conocido. Mucho después de estas historias, en nuestro presente, la caldera solo nos da disgustos si se estropea, porque la llave del gas, como la del agua, son en general una verdad absoluta.
Pero es hora de conocer la vida de quienes han vuelto a situarse al otro lado del telón de acero, la familiaridad con la carestía de quienes nacieron no teniendo que apretarse el cinturón, sino con el cinturón apretado. Y en eso nos llevan ventaja.
En Moscú, no hace demasiados años, las autoridades cortaban el gas durante un largo mes a todo el mundo para llevar a cabo las “reparaciones”. Aquello sí que era una verdad absoluta. Día tras día, durante ese largo mes, el agua de la ducha que emergía desde tuberías oscuras era un chorro gélido que te espabilaba sí o sí. Qué decir del servicio de basuras, un misterioso canalón infestado de cucarachas que atravesaba todos los hogares y al que arrojabas los desechos intentando no detener la vista en los desperdicios ajenos que viajaban hacia el subsuelo. O de los productos de necesidad, una suerte de lotería que solo podía tocar a las abuelas que hicieran largas horas de cola, y no siempre.
La vida en Rusia ha sido dura, durísima, y los rusos han estado acostumbrados a que el paraíso del gas les cerrara el suministro por barrios o a que les faltara el pan. Y si a uno se le ocurría preguntar cómo aguantaban aquello, enseguida te recordaban que sus mayores resistieron el sitio de Leningrado comiendo el papel de las paredes que alguien debió considerar alimenticio mientras los alemanes les cercaban para estrangular su voluntad.
Para Rusia, Alemania es sinónimo de país invasor, Hitler casi se les come. Y Francia un poco antes, con Napoleón llegando a las puertas de Moscú, a un lugar todavía señalado para la memoria, como lo están aún escenarios como Borodino, donde se libró una batalla crucial contra los franceses.
Por ello, para Rusia, contemplar cómo la poderosa Europa se siente fragilizada por tener que poner el aire acondicionado a 25 grados o la calefacción a 19 debe ser una causa de enorme orgullo nacional. Y de risotada. Que el castigo de las sanciones aparezca como unas cosquillas a su economía mientras ellos ven temblar el continente europeo mientras juegan con la llave del gas debe ser la mejor serie de la temporada en su televisión. Mejor no les regalemos el espectáculo de nuestra división.