El Director de Energía, política y seguridad nuclear de la Fundación Argentina Global analiza los desafíos energéticos argentinos
JULIÁN GADANO*
Se está cumpliendo un año de la invasión que cambió radicalmente el panorama europeo y mundial. Una guerra que iba a durar muy poco se está extendiendo en el tiempo con múltiples consecuencias sobre la estabilidad del escenario geopolítico global surgido al finalizar la guerra fría. El líder autócrata ruso, con su decisión de invadir Ucrania, no sólo ha impactado en la vida y la infraestructura de ese país, sino que ha sometido al mundo entero a una situación de extremo stress en cuanto a la provisión de insumos básicos para la vida, entre los cuales se encuentra uno sin el cual casi nada es posible: la energía.
La invasión rusa a Ucrania y la posterior reacción de las potencias europeas hizo volar por los aires el escenario sobre el cual se habían sentado las bases para la transición energética en Europa. Escenario basado en la certeza de que la transición hacia las energías limpias era posible porque habría energía disponible y accesible por el tiempo necesario, y que esa energía vendría en proporción muy importante de un proveedor cercano y confiable: Rusia.
A grandes rasgos, una política energética de cualquier país debe resolver -en general- un trilema al que hay que buscarle el mejor balance concreto y que se compone de tres objetivos a veces en tensión: seguridad energética (esto es, la garantía de que habrá energía disponible para atender las necesidades de una sociedad), accesibilidad energética (es decir, que la energía llegue a todos, con independencia de sus capacidades económicas) y sostenibilidad ambiental (que la energía que se genera sea compatible con un programa energético sostenible ambientalmente y en línea con la transición hacia energías limpias).
Con la excepción de Francia y algún otro país pequeño, Europa occidental tomó la decisión de organizar la transición bajo un supuesto que asumió como dado: la libre disponibilidad de gas ruso. Bajo ese supuesto, por ejemplo, Alemania y España iniciaron un camino hacia el cierre acelerado de sus centrales nucleares. Objetivo por cierto un poco incomprensible atento a que la energía nuclear es limpia, pero ello es materia de otra conversación.
Lo cierto es que Europa occidental supuso que podría acelerar y expandir la generación proveniente de energías renovables no convencionales (básicamente eólica y solar fotovoltaica) porque dispondría de energía importada disponible para cuando no hay sol o viento. Aclaremos un poco este tema: tanto la fuente solar como la eólica son intermitentes (a veces hay sol o viento y a veces no) e inestables (no se puede controlar la intensidad de la radiación solar ni estabilizar el viento). Ello requiere de una serie de medidas, entre las que se cuenta la disposición de una fuente de energía firme para cuando no hay renovables disponibles, y esto será así hasta que contemos con capacidades baratas y masivas de almacenamiento de energía.
Justamente, Europa desplegó sus energías renovables nuevas porque asumió que disponía de gas natural importado desde tres regiones: Noruega, el norte de África y… Rusia, ya sea a través de la red de gasoductos Nordstream entre Alemania y Rusia o a través de… Ucrania. Y esto funcionó bastante bien durante un tiempo largo. Tan bien, que Alemania y España supusieron que podían prescindir de la energía nuclear.
Pero todo estalló por los aires el 24 de febrero de 2022. El gas natural, cuyo precio promedio en 2021 (Henry Hub) fue de 3,9 dólares US el millón de BTU, saltó a 6,6 dólares US en 2022, con picos de hasta 10 dólares entre mayo y octubre. A ello habría que sumarle las restricciones no comerciales derivadas de la propia guerra. Alemania tuvo que revisar su política de cierre nuclear (algo de racionalidad), pero también debió re-arrancar algunas plantas de carbón, lo que es extremadamente impactante en el ambiente.
El Gas Natural Licuado, que puede ser exportado prescindiendo de los gasoductos como medio de transporte, pasó de 20 a 35 dólares US promedio el millón de BTU entre 2021 y 2022, con picos de 70 entre agosto y septiembre. Y el petróleo, a su vez, saltó de 77 dólares el barril Brent en 2021, a 102 en 2022, con picos de hasta 140 entre marzo y junio. El mundo de seguridades basadas en la libre disponibilidad de combustibles rusos baratos ya es el pasado, y lo será por mucho tiempo.
¿Cómo queda parada Argentina en este contexto? La escasez y el consecuente aumento de precios de los hidrocarburos fue una mala noticia para nuestro país porque, a pesar de que tenemos la segunda reserva de gas no convencional del mundo, paradójicamente, hoy, Argentina es importador neto de gas natural. Esto no es tanto porque no pueda extraerlo sino porque no puede transportarlo a los centros de consumo (y mucho menos exportarlo).
Por eso, cuando el Presidente afirma que “se nos vino la guerra y nos dejó sin dólares” dice una verdad a medias. Es cierto que la guerra es un fenómeno exógeno para la Argentina que nadie pudo prever. Pero eso es tan cierto como el hecho de que la guerra nos agarró precarios, sin las inversiones ni la infraestructura necesaria para enfrentar el problema.
Más allá de ello (y tratando de abstenernos por un segundo de la tragedia de la guerra) el futuro energético aparece como una oportunidad para nuestro país (si hacemos más o menos lo que hay que hacer para que así sea).
Argentina puede proveer insumos que el mundo necesita y por los que está dispuesto a pagar. Pongo foco en cuatro mercados, algunos más obvios que otros, pero los cuatro muy promisorios: el petróleo, el gas, los fertilizantes nitrogenados y la energía nuclear. Ninguno de estos mercados nació con la guerra ni dejará de existir cuando ésta termine, aunque la guerra aceleró su desarrollo o extremado sus condiciones.
Comencemos por el petróleo. Argentina produjo, a diciembre 2022, un promedio de 610.000 barriles de petróleo crudo por día. De éstos, casi la mitad son no convencionales y de éstos, el 95% proviene de la Cuenca Neuquina. Esa cuenca podría aportar bastante más (el doble de lo que produce hoy) sólo con que se aumente la capacidad de transporte. Y se están dando los pasos para que ello ocurra. Se aumentará la capacidad de transporte del oleoducto que conecta Neuquén con el puerto de Bahía Blanca, y se está estudiando la posibilidad de trazar un nuevo oleoducto que salga por la Provincia de Río Negro.
Con esas sencillas obras, reglas claras y cierta coherencia entre gobiernos, Argentina podrá estar produciendo cerca de 1.000.000 de barriles diarios de petróleo. Todo el excedente entre lo actualmente producido y lo que se produzca en el futuro es exportación, aproximadamente 10.000 millones de dólares extra de ingresos para nuestra economía. Y al tratarse de saldos exportables, no estaremos alterando nuestras contribuciones ambientales. El mundo demanda petróleo y lo seguirá haciendo por las próximas dos décadas, lo vendamos nosotros o no.
Probablemente el salto más importante en materia de exportaciones potenciales de energía se vincula con el gas. La contribución del gas a la transición energética es indiscutible desde muchos planos, de los cuales el más evidente es su rol como reemplazo de combustibles líquidos en las centrales de generación de electricidad. Como en el caso del crudo, nuestro país podría estar extrayendo del subsuelo de Vaca Muerta, en Neuquén, bastante más gas del que produce, si las condiciones para la inversión fueran favorables.
Nuestra industria mejoró sus niveles de eficiencia de manera notable, por lo que la explotación de gas de Vaca Muerta puede ser rentable a precios incluso inferiores a los actuales. No es exagerado decir que Vaca Muerta compite en eficiencia con áreas similares en los Estados Unidos. Argentina produjo, a diciembre de 2022, un promedio de 130 millones de metros cúbicos diarios de gas, de los cuales 70M son no convencionales (prácticamente el 100% la Cuenca Neuquina).
Cuando (finalmente) se termine el Gasoducto ahora denominado “Presidente Néstor Kirchner” (GPNK) que transportará el gas de Vaca Muerta a los centros de consumo, dejaremos de importar fuera de los picos y probablemente nos quede saldo exportable. Veamos algunos números: el GPNK aumentará la capacidad de transporte en 11 millones de metros cúbicos, que llegarían a 20M cuando se construyan dos plantas compresoras en las localidades de Tratayen y Salliqueló. Ello nos permitiría evitar importar gas prácticamente todo el año, con excepción de los dos meses más fríos, obteniendo probablemente un pequeño saldo exportable. Dejaríamos de comprarle a Bolivia, y sólo necesitaríamos comprar Gas Natural Licuado (GNL) en los meses de junio y julio (y mucho menos que ahora).
Pero, justamente, para dar el gran salto como jugador global en los mercados de gas, necesitamos hacer otras cosas, bastante más complejas. Desde que fue posible enfriar y licuar el gas natural a precios competitivos, el mercado del gas se hizo global.
Hoy hay cuatro grandes productores de GNL en el mundo: Estados Unidos, China, Qatar y Rusia. Pero como los dos primeros abastecen sus mercados internos, antes de la guerra había dos grandes exportadores: Rusia y Qatar. Con Rusia afuera de varios mercados, Qatar no puede satisfacer la demanda, en un mercado desquiciado cuyos precios han saltado de 20 a 35 dólares el millón de BTU promedio entre 2021 y 2022, con picos de hasta 70 dólares. Argentina podría entrar a ese mercado, pero no lo hará mañana ni la solución está a la vuelta de la esquina.
En general todos los estudios coinciden en que, para poder producir cantidades razonables, se requiere una inversión de no menos de 10.000 millones de dólares US en plantas de licuefacción de gas, terminales de carga, infraestructura y demás. Pero no es sólo un tema de números: nadie hunde 10.000 millones en un país con una inestabilidad macro como la nuestra. Se requerirá mucha coordinación entre el Estado y las empresas privadas y sobre todo mucho esfuerzo en generar las condiciones para atraer el capital necesario, más que en combatirlo.
El Estado tiene un rol clave para que estas inversiones se hagan en las condiciones y en los tiempos que necesitamos. ¿Es posible? Es posible. Pero lo será si entendemos que se trata de un mercado de largo plazo y no de una oportunidad de ocasión. Si Argentina se muestra como un jugador confiable, que respeta los contratos y que protege al capital que invierte, tiene una oportunidad. De lo contrario, seguiremos mirando un futuro que siempre corre el arco.
Muy ligado al gas está el mercado de fertilizantes. Los fertilizantes nitrogenados (el más demandado es la urea) tienen al gas natural como un componente muy importante en sus costos. Por eso, luego de la guerra, sus precios han saltado por los aires: la urea pasó de costar 200 dólares la tonelada métrica en 2022, a 600 dólares (el triple) el mes pasado.
Con la ampliación de la planta de fertilizantes de la empresa Mega en Bahía Blanca, Argentina satisfacerá su demanda interna. Pero Brasil y Chile, por citar dos casos, demandan más de lo que produce nuestro país. Tenemos gas, tendremos transporte, sólo necesitamos inversiones y una macro que acompañe para proveerle a Brasil un insumo que necesita muchísimo y que hoy importa de Qatar. A modo de ejemplo: hace algunos años, durante el gobierno de Macri, hicimos un estudio para analizar la posibilidad de convocar inversores privados para transformar la planta de agua pesada en Arroyito, en Neuquén, en una planta de fertilizantes.
El agua pesada fue un insumo importante para la industria nuclear en el pasado, pero hoy ya prácticamente no hay demanda. Se llegó -en ese momento- a la conclusión de que con esos precios (200 dólares la tm) la inversión no sería rentable. Que se requería un piso de… 300 dólares la tm para que lo fuera. Lamentablemente, la Comisión Nacional de Energía Atómica hoy insiste en invertir decenas de millones de dólares (públicos) en volver a producir agua pesada, un insumo que el mundo prácticamente no demanda, en vez de reactivar un proyecto para el que hay demanda real y probada, que puede convertir a Arroyito en un polo productivo de ese insumo. Extravagancias de nuestro país.
Por último, la energía nuclear. La industria nuclear tal cual se desarrolló entre 1960 y el fin del milenio entró en crisis con el accidente nuclear de Japón. Un modelo basado en grandes reactores construidos ad-hoc y fuerte inversión pública apalancada en préstamos garantizados de miles de millones de dólares se volvió prácticamente inviable con el achicamiento del negocio y el deterioro de las cadenas de suministro.
Sin embargo, la agenda de la transición energética incentivó el desarrollo de un nuevo modelo de negocios basado en reactores pequeños (hasta 20 veces más pequeños que los reactores convencionales) que pueden fabricarse en serie, que son muy seguros, aceptados socialmente y que se fabricarán a partir de cadenas globales de producción para conseguir costos competitivos. La guerra aceleró este proceso: veremos en los próximos años un marcado desarrollo de esta industria en Europa del Este (por razones obvias) pero unos años después en el resto de Europa, en América del Norte y seguramente (si la macroeconomía acompaña) en África. Y, aunque suene increíble, Argentina tiene una oportunidad única de integrarse muy ventajosamente a esa cadena de valor, proveyendo componentes, ingeniería e incluso montaje.
Los años dedicados a desarrollar el prototipo de reactor pequeño CAREM hicieron posible el desarrollo de conocimientos que hoy valen. El CAREM no es ni será competitivo (aunque algunos lo sostengan, con más voluntarismo que evidencia) pero eso no importa. El CAREM hizo posible que hoy exista una red de conocimiento muy valioso que puede transformarse en negocios, inversión y empleo de calidad y muy bien remunerado.
Desde la CNEA y empresas importantes como INVAP, IMPSA o CoNuAr, hasta una red de decenas de pymes tecnológicas pueden ser parte de esa cadena global. Pero nada ocurrirá por arte de magia. Debemos entender primero cómo es el mercado global de reactores nucleares, y estar dispuestos también a sumarnos. Se trata, nuevamente, de atraer al capital en vez de combatirlo.
La guerra no debería ser vista como una oportunidad para aprovecharse de desgracias ajenas. Por un tema moral, en primer lugar. Pero también porque así no se transforma un país en una “marca” confiable en el mercado global. Sólo si mostramos reglas claras, instituciones sólidas, protección a la inversión y respeto a la ley y los contratos, podremos convertir en riqueza nuestras propias capacidades y lo que la naturaleza puso en nuestro subsuelo.
* Director de Energía, política y seguridad nuclear de la Fundación Argentina Global