Dicen que las imágenes de Asia les recuerdan lo que sufrieron antes de emigrar a Argentina.
En mi país ya nadie quiere tener hijos por miedo a cómo puedan nacer. Nos transformamos así en un país que no tiene futuro. Veo lo que pasa en Japón y pienso en lo mismo: el país del futuro se va a detener en el pasado, como nosotros”, se lamenta hoy Ludmila Panasetska (49). El 26 de abril de 1986, ella vivía en la ciudad de Pripyat, en Ucrania, en la frontera con Bielorrusia. Embarazada de ocho meses, se había acostado en el sillón a ver la televisión. Estaba casi dormida cuando a la 1.20, una gran explosión sacudió su casa. Fue la noche en que su vida dejó de ser como hasta entonces. La noche en que explotó Chernobyl.
“No sabíamos bien qué pasaba hasta que a Dimitri, mi marido, que trabajaba en los ferrocarriles estatales, lo convocaron para formar parte de los ‘liquidadores’”, relata la mujer. Con ese nombre escalofriante se bautizó a los miles de hombres que fueron a los pueblos más afectados para enterrar metales y evacuar ancianos.
“Nos daban ropa de tela, como la de los médicos que van a un quirófano. La mayoría de los que participaron de esos grupos terminaron seriamente enfermos. Pero peor la pasaron los bomberos, que a los pocos días estaban muertos”, explica Dimitri.
No sólo los bomberos corrieron una suerte trágica. El padre y la madre de Dimitri, la vecina de al lado, los amigos del barrio. La lista no terminaba y los casos de cáncer se conocían todos los días. Tumores de hígado, en los pulmones, en la cabeza y luego enfermedades sin diagnóstico que también mataban.
Dimitri estaba enfermo de la garganta y le aparecieron unas manchas en la piel. Hasta que un día también le tocó a Ludmila y al hijo que tenían los dos. Ella andaba cansada todo el tiempo, le temblaban las manos y se agitaba. Pasaron los años y los tratamientos, pero sus estados de salud no mejoraban.
“Teníamos que hacer algo y decidimos ir al lugar más lejos que hubiera, donde pudiésemos intentar curarnos. Allá seguíamos en contacto con lugares que tenían radicación. Vinimos hacia Argentina en 1999, vendimos lo poco que teníamos y aterrizamos en Ezeiza. Desde entonces que intentamos ganarnos la vida como podemos. Dimitri trabajó en un restorán y yo, a pesar de estar jubilada por lo que me pasó, trabajo de modista en casa. El cansancio se me fue y todos mejoramos. A Dimitri le daban muy malos pronósticos y acá está mucho mejor que antes”.
Olga Sakovich (48) toca el piano y escucha el violín de uno de sus alumnos. Dice que estos días fueron muy especiales para ella. Las imágenes de la gente corriendo con barbijos y recibiendo agua en botellas le hicieron acordar mucho a la “crisis de abril”. Ella es otra de las ucranianas que vivían cerca de la central nuclear y que ahora está en la Argentina. “Convivimos con un enorme monstruo que no se escucha ni se ve pero que de a poco se siente en el cuerpo”, relata.
Cuenta que su padre era un ingeniero comunista que a los tres meses de la explosión fue conminado a ir a construir el “sarcófago” que tapó la fuga de la planta de Chernobyl. Todos los días iba y venía de la zona con más radiación y, según explica Olga, por eso él y muchos de sus familiares se enfermaron y murieron.
Olga tiene dos hijas, que también nacieron con síntomas provocados por la radiación. Vera la más chica, no tenía flora intestinal, por lo tanto creció comiendo manzana rallada, té, arroz y tomando medicamentos. Recién en Buenos Aires, a los meses de llegar, su cuadro cambió: “Un día vino Vera y me dijo: ‘Mamá, me comí una banana y no me duele la panza’. Fuimos al médico y nos dijo que se había curado, que su intestino estaba bien”.
El día que pasó la nube y la lluvia todo cambió. Las enfermedades llegaron y no se fueron más. A 60 kilómetros de Kiev, la capital de Ucrania, Tatyana Kachanova (57) caminaba por las calles bajo ese agua, cuando sintió que las heridas que tenía en la cara y las manos le ardían. “Volví a casa y me miré en un espejo. Tenía en las heridas un color como el de la remolacha. Yo había dejado todo desenchufado y el monitor de la computadora y la televisión estaban como encendidos. Fue cuando entendí que vivíamos en medio de la radiación”.
El esposo de Tatyana había trabajado con energía nuclear en excavaciones de petróleo y guardaba un medidor de radiación. “Ese aparato nos salvó la vida. Se lo pasábamos a la comida, la ropa, el agua y hasta los lugares donde íbamos. Así logramos atenuar los efectos”, explica junto a sus dos hijos y su marido en su casa de Longchamps.
“Hoy veo lo que pasa en Japón y no puedo dejar de recordar. Los gobernantes no se dan cuenta de que el mundo es mucho más chico de lo que piensan. Lo que sucede en un lado puede repercutir en otro. Siempre creen que no les va a pasar hasta que suceden cosas como éstas. Viví pensando que los desastres sucedían en otro lado hasta que un día el horror tocó a mi puerta”.
Tatiana, Valentina y Oleksandr: testigos elocuentes de la tragedia nuclear e inmigrantes de la desolación.
Larisa Vaynarovska estaba durmiendo cuando sintió el temblor. Tenía 25 años y dos hijos pequeños, vivía en la ciudad de Pripiat y era electricista de montaje de la planta de Chernobyl.
Es ahora rubia y desvaída, vive en Buenos Aires, tiene en los ojos un profundo cansancio y me cuenta, con pena, que el 26 de abril de 1986 se asomó a la ventana del quinto piso y vio en el horizonte un rayo en medio de un hongo de humo y fuego. A pesar de que el televisor estaba desenchufado parecía encendido, y, por unos segundos, su mente se sintió aletargada por una onda inaudible. Larisa no sabía ni cómo se llamaba en esos momentos. Se metió en la cama y se volvió a dormir.
Una de las acepciones de la palabra "chernobyl" podría ser "ajenjo". En la antigüedad se creía que esa bebida amarga era mortal y se la usaba como sinónimo de veneno. En la Biblia, específicamente en el Apocalipsis 8 10-11, puede leerse un pasaje curioso: "El tercer ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una gran estrella ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas".
Al día siguiente de aquellos temblores, de aquel relámpago y de aquel hongo siniestro, Larisa se desayunó con la noticia. Un repentino incremento de potencia en el reactor 4 había recalentado el centro de la usina nuclear. La explosión terminó con la vida de 31 personas, pero el material radiactivo que se desparramó fue quinientas veces mayor que en Hiroshima. Ucrania era parte integral de la Unión Soviética, gobernaba Mikhail Gorbachov y a pesar de la glasnost la información pública seguía silenciada. Pripiat era una ciudad de cincuenta mil habitantes destinada a operarios de la planta de Chernobyl, un pequeño paraíso de provincias construido alrededor de un generador de energía atómica. Y nadie le dijo a Larisa con claridad estos detalles ni la gravedad del asunto. Nadie le dijo, tampoco, que su vida cambiaría para siempre.
Tuvo un presentimiento, sin embargo, cuando ese mismo sábado le repartieron a la población pastillas para las lesiones de tiroides. La radiación ataca con nódulos a repetición, muchas veces mortalmente cancerígenos. La radiación entra primero por la garganta. No lo sabía Larisa Vaynarovska, pero en ese momento los vientos esparcían la radiación por todo el país y se contaminaban la tierra y las aguas. La vida cotidiana en Pripiat seguía como si nada hubiera ocurrido. Sólo al día siguiente, después de otra noche de insomnio, oyeron por radio la orden de evacuación. "Nos vamos por tres días", les comunicaban. Había que llevarse lo mínimo, una bolsita y poco más. Larisa tomó a sus dos hijos y se subió a un ómnibus sin saber que no regresaría. O que lo haría brevemente y por fuerza mayor. "Volví a los tres meses, con botas y barbijos, y todo estaba tal como lo había dejado, hasta con el mismo olor -me relata con voz tenue-. Me flaqueaban las rodillas. Metí todo lo que pude en tres valijas y me fui. Pero hoy me levanto a diario llorando. Estoy en la Argentina, pasaron más de veinte años y, sin embargo, sueño cada noche que estoy en aquella casa. Sueño con los objetos perdidos."
Me muestra una foto en blanco y negro de Pripiat. Luego entro en Internet y me detengo en una toma reciente. Sigue siendo una ciudad fantasmal e inaccesible, árboles extraños y malformados cubren como garras monstruosas los monoblocks.
Estoy ahora en una oficina diminuta y opresiva en Barrio Norte, y los cinco fantasmas argentinos de Chernobyl me hablan en precario castellano y me sostienen miradas líquidas y fatigadas. Por un convenio incompleto, ellos y miles de ucranianos más vinieron a la Argentina en busca de sosiego. El gobierno soviético los había barrido bajo la alfombra, la república independiente se diluye en impotencias y el Estado argentino no fue capaz, en todos estos años, de cumplir con la otra parte del trato: darles algún tipo de protección social, enseñarles el idioma, permitirles las reválidas de sus títulos universitarios, seleccionarlos por oficio y enviarlos a las provincias donde su mano de obra calificada fuera útil. Eran parias en Ucrania y son parias en la Argentina. Algunos de ellos tienen que limpiar pisos para sobrevivir.
Valentina Akhmedziaova vino en 2001, cuando nuestro país estallaba en mil pedazos. La crisis argentina le parecía, no obstante, menos tenebrosa que la radiación. Se trata de una gringa de ojos azules que estudió música en Moscú, se recibió de profesora, es una gran instrumentista y toca maravillosamente una variación local del acordeón a piano llamado baian . En aquel año fatídico de la explosión integraba una orquesta estatal de cien músicos. A la semana de la tragedia les dieron la orden de viajar a la zona y dar un concierto. Llegaron a la ciudad vacía y todo lo que recibieron fue vodka para relajarlos y porque supuestamente los protegía de la radiación nuclear. Ella no podía salir del colectivo. Ya había perdido todas las fuerzas.
Un tiempo después envió una carta al Ministerio de Cultura para mostrar que las secuelas eran terribles, y los burócratas le respondieron que jamás habían enviado a esa orquesta a la zona de Chernobyl. Esa gira había sido borrada de los libros y expedientes oficiales. No había tenido lugar.
A Valentina la atacan enormes nódulos a repetición y la han sometido a operaciones quirúrgicas. Tiene las defensas bajas y poca fuerza en las manos. La eximia instrumentista vive pobremente de ocasionales y muy escasos alumnos, y de tareas de limpieza, que hace para seguir comiendo. Me pide permiso para irse temprano. Vive en José León Suárez, viaja colgada de un tren y tiene miedo cuando cae la noche. Se nota que está profundamente sola.
En realidad, la primera que me habla es Ludmila Panasetsva, otra rubia de ojos translúcidos que vivía, con su marido ferroviario y su hijo de dos años, en un edifico a menos de dos kilómetros de la planta nuclear. Ludmila estaba embarazada de ocho meses cuando los vasos y los platos comenzaron a temblar en su departamento. Las primeras horas nadie los informaba: el incidente tampoco había tenido lugar. Viajó con lo puesto a la capital de la provincia y contó lo que se había ido enterando: nadie podía creerlo. Cuando los rumores se fueron confirmando parcialmente, su marido tuvo que volver para ayudar con las evacuaciones masivas y su suegra comenzó a tener temblores nerviosos. Esas convulsiones, producto de la radiación, evolucionaron hacia un falso pero devastador Parkinson.
La ola invisible de la radiación produce extrañas afecciones, dolores de garganta perpetuos, cáncer de lengua y ataques de hígado: Ludmila no podía comer nada sin que le diera una pataleta. A los 25 años parecía vieja. Le hormigueaban los brazos y sufría mala circulación de sangre, anemia crónica y dolores de cabeza. Las jaquecas volvían loco al ferroviario. "Ahora somos gente olvidada -me dice ella-. A nuestro consulado no le importa lo que nos pasa. Siguen eludiendo el tema. Y nadie quiere hablar del impacto que produce la radiación. El 14 por ciento de la población ucraniana tiene alguna discapacidad, principalmente por las secuelas directas o indirectas de Chernobyl."
* * *
Porque cierta historia que se impone como oficial intenta refutar las evidencias. Intenta refutar las estelas catastróficas que dejó el incidente nuclear. Poderosos intereses políticos y económicos, en un mundo cada vez más necesitado de energía, operan para dejar las cosas como están y no hacer más olas. Los expertos nucleares han logrado que se diga que se exageran las consecuencias y que no son científicamente comprobables. Sin embargo, muchos países europeos protegieron su cadena alimentaria y resistieron la entrada de setas comestibles, leche y otras producciones ucranianas. Finlandia y Suecia no permiten que pase por su frontera el ganado. Y Alemania, Polonia, Italia y Austria han detectado alto nivel de veneno radiactivo en jabalíes, ciervos, bayas y peces. Leo que en un área de cuatro kilómetros cuadrados de pino, alrededor de Chernobyl, el bosque se volvió marrón y dorado, los animales perecieron y una manada de caballos abandonada en una isla ubicada a seis kilómetros del accidente "se extinguió al desintegrarse sus glándulas tiroides".
Tengo, además, cinco testigos de cargo frente a mí. Cinco ucranianos con historias elocuentes. Esas historias rompen el cerco de silencio que tendieron la política y la indiferencia. Me cuentan que chicos de seis o siete años sufren infartos y que se les caen los dientes: en esa generación el material radiactivo está dañando el corazón y las áreas óseas. "Llamamos a Ucrania y nuestros amigos mueren del corazón aproximadamente a los 45 años -agrega Ludmila-. Las mujeres sólo sobreviven dos años a una operación de mamas."
Interviene Tatiana Kachanova para decir que en su boda, hace más de treinta años, había cien parientes invitados, y que hoy no queda con vida ni uno solo. Los propagandistas del lobby nuclear dirían que fallecieron de muerte natural. Pero parece quedar poco de "natural" en las zonas de influencia de Chernobyl.
Tatiana se lamenta de que su marido Sergio, geólogo, no pueda estar presente en esta conversación: está internado, luchando por su vida. Después de exponerse como voluntario en la planta nuclear fue azotado por todo tipo de enfermedades: cirrosis, pancreatitis, diabetes, cardiopatías. Tatiana y Sergio vivían en Kiev cuando se produjo la explosión. Tenían dos hijos de 4 y 6 años. Salieron a la calle el 27 de abril de 1986 y las caras y las manos de los niños se les pusieron rojas, y la piel reseca. Los profesores de la escuela sugirieron que volvieran al hogar y cerraran todo. El viento envenenado soplaba sobre ellos y los charcos de agua de las esquinas tenían bellas pero tenebrosas tonalidades verdes y azules. "Y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas", decía el Apocalipsis.
El geólogo llegó de Siberia en esos días y trajo consigo un aparato para medir la radiación. Revisó la casa objeto por objeto, y encontró niveles radiactivos altísimos en cada uno de ellos. Tiraron la alfombra, el televisor, se deshicieron de elementos de cocina y ropas de toda clase; a partir de entonces eludieron el agua sin hervir, los huevos y la carne. Todo estaba contaminado o era sospechoso.
Pero esas prevenciones sirvieron de poco. En 1998 Sergio cometió un grave error. Hubo un llamado general para ir cuatro meses a la planta de Chernobyl a reparar lo irreparable, y el geólogo no pudo con su genio y se anotó como voluntario. Salió con alto grado de discapacidad de esa experiencia. "Seguimos viviendo en Kiev -me dice Tatiana, con ojos grandes y elocuentes-. Me acuerdo de que las frutillas se ponían como tomates, y de que cuatro familiares nuestros que las comían tuvieron cáncer de lengua: murieron en el término de un año. En 1994, Sergio tomó un mapa y me dijo: Argentina es el país más limpio del mundo. Es por eso que nos vinimos. Pero no cobramos jubilaciones ni tenemos coberturas médicas ni fuerzas para trabajar. Nos enfrentamos día y noche con la burocracia y, también, con el silencio y con el olvido."
La embajada de Ucrania en la Argentina no relativiza la gravedad del asunto. Es una administración nueva y está tejiendo la firma de dos convenios con nuestro Gobierno: uno para equiparar los títulos universitarios y otro para crear algún tipo de protección médica. Pero las buenas intenciones suben por la escalera y la desesperación usa el ascensor. La democracia ucraniana es joven e inexperta, el colapso soviético la dejó a la intemperie, y ahora juran que no hay recursos financieros suficientes para hacer frente a esa herencia masiva y catastrófica, sin parangón en la historia de la humanidad.
Larisa, Valentina, Ludmila y Tatiana ya se han marchado. Me quedo con Oleksandr Zakorodnyuk, un hombre rudo que trabajaba de chofer en otra planta nuclear de Ucrania y que el 1° de septiembre de aquel año fatídico fue elegido a dedo y obligado a viajar a Chernobyl para seguir con las tareas de "reparación". Estuvo 25 días viviendo en una escuela evacuada, en jornadas de doce horas, trasladando tierra para separar la laguna del río, a doscientos metros del agujero negro. Cada uno de aquellos operarios venía con un aparatito para medir la radiación: se los quitaron el primer día. Sólo estaban protegidos por guantes y barbijos, pero no tenían miedo. No creían estar en peligro real, aunque luego comenzaron los problemas: presión en los riñones, hormigueos en el lado izquierdo del cuerpo.
Salgo a la calle con Oleksandr. Tiene manos ásperas de trabajador. Me cuenta que hace de todo: albañil, carpintero, lo que venga, para darle de comer a su hija de nueve años. Se casó con una peruana y, al igual que otros 15.000 ucranianos, intenta adaptarse a este país del sur del mundo. Me menciona al pasar la palabra "Atucha". Pienso en una explosión, en vientos cargados, aguas envenenadas, ciudades desoladas y vacías, vidas arruinadas, plagas eternas.
Oleksandr me da la mano rugosa y me sonríe: tiene un diente de metal que sugiere una vida proletaria y valiente. Toma el subte y se dirige al Bajo Flores. Está cayendo la noche y se van prendiendo con fuerza las luces de la ciudad. No puedo sacarme de la cabeza esa maldita palabra. La palabra "Atucha". Y me duele la garganta. Es como si la empatía o la sugestión me la hubieran cerrado a lo largo de la tarde. El precio de la imaginación es el miedo. Imagino que nadie está a salvo.
Los personajes
UNO POR UNO
Los testigos "argentinos" de la catastrofe
Quiénes son : Larisa Vaynarovska era electricista de montaje de la planta de Chernobyl. Valentina Akhmedziaova, una eximia música, tocaba en una orquesta oficial. Ludmila Panasetsva vivía a sólo dos kilómetros de la usina nuclear con su marido ferroviario. Tatiana Kachanova está casada con un geólogo que participó en las reparaciones de la planta. Oleksandr Zakorodnyuk estuvo 25 días después del accidente trabajando en el núcleo de la radiación.
Qué es Oranta : la Asociación de Emigrantes y Refugiados de Europa Oriental, que contiene a esos sufridos peregrinos, lucha por sus derechos, denuncia las promesas incumplidas de los gobiernos y lleva a cabo campañas de esclarecimiento sobre los peligros y secuelas nucleares. Su mail: info@oranta.org.ar
Video: Los fantasmas de Chernobyl que nadie quiere escuchar
Todavía están construyendo el nuevo sarcófago sobre el reactor, porque el anterior tiene grietas. Hacen esfuerzos millonarios.
Mientras Japón lucha por evitar lo peor en la central nuclear de Fukushima Daini, afectada por el terremoto, los ucranianos se preparan para recordar este 26 de abril el 25 aniversario de la tragedia en la planta de Chernobyl, la mayor catástrofe en la historia del uso pacífico de la energía atómica.
Los legados de aquel desastre son obvios: un anillo deshabitado de 30 kilómetros alrededor de la planta de Chernobyl, miles de millones de dólares gastados para limpiar la región y un masivo esfuerzo por recaudar 600 millones de euros (840 millones de dólares) en nuevos fondos que, según Kiev, se necesitan para construir una muralla más resistente sobre el reactor afectado.
Igual de poderosas son las heridas menos visibles: el miedo y la pertinaz sospecha de que a pesar de los reportes tranquilizadores de las autoridades y los organismos científicos, las personas pueden seguir muriendo por los efectos de la radiación.
Según los expertos ucranianos, Chernobyl se cobró la vida de más de 100.000 personas en Ucrania, Rusia y Bielorrusia -los países afectados por la catástrofe-, cifra que organizaciones ecologistas, como Greenpeace, elevan hasta 200.000. Otros ambientalistas van mucho más lejos al sostener que hubo 6 millones de muertes a largo plazo asociadas a la radiación.
En paralelo al debate sobre el impacto en la salud, hay pocas dudas de que la población en Ucrania y de la vecina Bielorrusia sobrelleva una carga psicológica. Varios estudios han hallado que "las poblaciones expuestas tenían niveles de ansiedad que duplicaban" los de las personas no afectadas por el accidente, de acuerdo a un reporte de Naciones Unidas del 2006.
Hay, por supuesto, diferencias cruciales entre Chernobyl y el desastre en Japón. El accidente en Chernobyl fue el producto de un error humano por un test mal ejecutado, mientras que la falla japonesa fue desatada por un sismo y un tsunami.
Chernobyl ocurrió en una cerrada sociedad soviética que el reformista Mijail Gorbachov estaba recién comenzando a abrir.
Las autoridades intentaron encubrir el desastre y admitieron parcialmente la verdad tres días después, perdiendo la oportunidad de recibir velozmente ayuda internacional.
Pese a las críticas de que Tokio podría ser mucho más transparente, la catástrofe en Japón ha ocurrido en una
sociedad relativamente abierta, que ha recibido asistencia internacional rápido. Pero, sobre todo, las gruesas paredes de contención en la planta Fukushima Daini protegen a los núcleos del reactor, por lo cual, aunque haya una fusión del combustible nuclear, es improbable que se produzca una peligrosa fuga de nubes radioactivas hacia la atmósfera.
El sarcófago
En la planta de Chernobyl, clausurada en diciembre de 2000, continúa la construcción de un nuevo sarcófago sobre el reactor causante del desastre, ya que el anterior, erigido en los meses siguientes al accidente, presenta grietas, con el consiguiente riesgo de fugas significativas de radiación.
Ucrania se propone desactivar por completo la planta y el territorio adyacente para el año 2018, y enterrar para siempre con ayuda de la compañía estadounidense Holtec International las 200 toneladas de combustible nuclear que hay en la central que tuvo el accidente a la 1.24 del 26 de abril de 1986. En aquel momento hubo dos explosiones en el reactor número cuatro de la central, que marcaron un antes y un después en la era de la energía atómica.
La central arrojó a la atmósfera hasta 200 toneladas de material con una radiactividad equivalente a entre 100 y 500 bombas atómicas como la que fue lanzada sobre Hiroshima. Actualmente, cerca cinco millones de personas viven en territorios que quedaron contaminados por la explosión en el cuarto reactor de la central nuclear; casi la totalidad de ellos, el 85 por ciento, en zonas de baja contaminación. Incluso hay quienes residen en los llamados "lugares de exclusión", junto a la planta, declarados por ley inhabitables. En casi todos los casos, se trata de ancianos que se negaron a ser evacuados.