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ANÁLISIS
Escudier: Paisaje después de la batalla. Monedero: Felipe VI, caminito de Estoril
04/10/2017

Paisaje después de la batalla

MINING PRESS/Público.es

JUAN CARLOS ESCUDIER

No es verdad que los Estados tienen los gobernantes que se merecen. Ello significaría que algo terrible hemos debido de perpetrar, que nuestros pecados son atroces y que un demiurgo nos ha dejado a Rajoy envuelto en papel de regalo en plan justiciero. No puede serlo porque este país, con sus cosas, es un millón de veces mejor que quienes están al frente y nos avergüenzan.

Jamás olvidaremos la brutalidad que el incapaz que tenemos por presidente del Gobierno esparció ayer por Catalunya hasta convencernos de que el principal enemigo de la sacrosanta unidad de España no son las locuras de Puigdemont ni las ilegalidades del independentismo sino este madelman con barba y sus desmanes. Quienes aporrearon, pisaron y rompieron dedos, quienes se comportaron como salvajes a la vista del mundo entero no eran cuerpos policiales llamados a hacer cumplir la ley. Eran fuerzas de asalto desplegadas contra un ejército fuertemente armado de papeletas de voto impresas en casa. “Se ha evitado el referéndum (…) No han querido abandonar su empeño ilegal (…) Hemos hecho lo que teníamos que hacer”, proclamaba ya de noche el general de la Moncloa.

La violencia gratuita no era necesaria para asegurar la victoria porque el adversario se había rendido a primeras horas de la mañana. Desarticulada su logística, los convocantes de la consulta habían cambiado las reglas del juego minutos antes de que se estrenaran los tuppers de votación. Se decretaba un censo universal, con lo que se podría votar dónde se quisiera y cómo se quisiera, sin sobre, sin sistema informático, sin control. Si alguna vez aspiró a serlo, aquello ya no era un referéndum. ¿Qué necesidad había entonces de convertir una movilización festiva en un campo de batalla? ¿Era precisa tanta represión para precintar apenas un 15% de los centros de votación?

Gracias a la brigada Piolín, lo que estaba llamado a ser un fraude democrático que no hubiera merecido mayor atención pasó a ser portada de la prensa internacional. En su tremenda inconsciencia, Rajoy se proclamaba vencedor en la derrota. Los resultados ya no importaban a nadie y todas sus proclamas se volvían en su contra. No se iba a poder votar y se había votado; lo importante era el material electoral y más de 800 personas habían tenido que recibir atención médica; se iba a actuar con proporcionalidad y las imágenes ofrecían toda suerte de excesos. Lo que era un asunto interno español se había convertido ya en un problema europeo.

Sí, este es un país mejor que sus gobernantes. Los catalanes deberían también ser conscientes de ello. Ni el uso indigno de los escolares, convertidos en poco menos que escudos humanos para impedir el cierre de los colegios, ni lanzar a la población contra la policía cuando el clima de tensión y violencia auguraba alguna tragedia, fueron acciones edificantes.

El Govern ha sido una factoría de mentiras. Ni se votó con garantías ni el derecho a decidir pudo verse reflejado en la farsa de ayer, donde si se batió el récord mundial de democracia fue porque una sola persona pudo votar quince veces sin despeinarse. Aprovechar sus hipotéticos resultados para proclamar esta semana la república catalana, tal y como se pretende, en un disparate colosal con el que alimentar a esa bestia que despertaron y que, a diferencia de Rajoy, no se permite ni una siesta.

Del choque de trenes y sus locos maquinistas hemos pasado al callejón sin salida. Decía Julián Marías que lo que más le inquietaba de España era que todo el mundo se preguntaba qué iba a pasar en vez de qué vamos a hacer. Y lo que hay que hacer es echarles a todos sin perder un minuto

Felipe VI, caminito de Estoril

PÚBLICO.ES

JUAN CARLOS MONEDERO

Hace año y medio escribí  que el Rey Felipe VI propiciaría un referéndum sobre Cataluña para “justificar su reinado”. Era lo inteligente y lo que le aconsejarían sus asesores. Un Rey a quien nadie ha votado necesita asentar su jefatura sobre algo que vaya un poco más allá de ser un Borbón, hijo de su padre y heredero en el siglo XXI de un puesto de trabajo fijo en la política -gracias, valga recordarlo, al golpe de estado de 1936-. Pero igual que Rosa Díez -cada día más vociferante- se pegó un tiro en el pie en su día ella solita renunciando a aliarse con Rivera, Felipe VI ha decidido echarse en brazos del partido más corrupto de Europa y responsable del desaguisado en el que estamos.

Durante los días del asalto al Palacio de la Bastilla, Luis XVI, aburrido, escribió en su diario: “nada, nada, nada”.  Un problema no pequeño de los reyes es que se terminan creyendo que son reyes. Y se olvidan de que la gente puede consentir con un reinado solamente si entiende que sirve para algo.

Le pasó a su padre, el Rey Emérito, a quien los españoles le regalaron la legitimidad democrática por parar un golpe, el del 23-F, que había salido de su entorno más cercano. Paradojas de la historia que le salvaron su reinado y le permitieron seguir haciendo un lucrativo trabajo de lobbista y, de paso, lo que le viniera en gana. A Juan Carlos I le nombró su sucesor como Rey el dictador Franco y lo sancionó la Ley para la Reforma Política, última ley franquista, que fue también la primera ley de la democracia.

Su padre, Juan de Borbón, le entregó a regañadientes la legitimidad monárquica dos semanas antes de las elecciones de 1977. Y aparte de saberse de sus aventuras extra conyugales de vez en cuando, no había destacado por hacer algo más que borbonear. Pero los medios le presentaron como el que paró el golpe del 23-F y los españoles lo compraron. El diario El país hizo el resto.

El hijo necesitaba algo similar y la ocasión de oro estaba, cuarenta años después de la Constitución de 1978, en dirigir una reforma que zanjase la discusión territorial. Pero ha cometido un terrible error y no debe descartar que los españoles decidamos, como ocurrió en el siglo XIX con Isabel II y en el siglo XX con Alfonso XIII, prescindir de sus servicios e invitarle a buscar residencia fuera del Palacio de la Zarzuela.

Catalunya es una nación y si hay que repetirlo es porque España -mi nación a día de hoy y con la que quiero enfrentar los problemas globales del siglo XXI- está mal enseñada y mal aprendida. Lo sabían los constituyentes de 1978 y lo escribieron en el artículo 2 en los términos de la época (hablaron de nacionalidades porque había ruido de sables). Cada vez que los españoles hemos votado en libertad, ha emergido la condición plurinacional de España. La única manera de que no se rompa nuestra nación de naciones es o con una dictadura o con un acuerdo entre los diferentes territorios del estado. Cierto es que algunos han ladrado un “a por ellos”. Pero son minoría. Aunque ni ellos ni nosotros lo hayamos hecho saber.

Habíamos avanzado mucho con el Estatut, que cumplía con el mandato de la Constitución -el marco territorial sería acordado por el Parlament catalán, por el Parlamento español y por el pueblo de Catalunya en referéndum-, pero el PP rompió el acuerdo al ciscarse en los artículos 151 y 152 y entregarle la responsabilidad política al Tribunal Constitucional.

Y no a cualquier Tribunal Constitucional, sino a uno presidido por un juez con carnet del PP. El callejón sin salida actual lo puso en marcha Rajoy cuando empezó a recoger firmas en la calle para frenar el Estatut que expresaba la voluntad constitucional. El PP llegó tarde a la democracia (a las libertades, a la Constitución, a las Autonomías, al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, al derecho de huelga, a la libertad de expresión) y en cuanto nos descuidamos regresa a sus orígenes.

Este 3 de octubre el Rey Felipe VI ha perdido la oportunidad de hacer valer el artículo 56 de la Constitución que dice: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones”. El Rey ha preferido ser un correveidile de las tesis de Rajoy, tesis que han logrado que además de los independentistas, estén en contra del PP en Catalunya también los no independentistas. El PP no obtiene en Catalunya ni el 8% de los votos y ha decidido convertir ese fracaso en la oportunidad de enfrentar a españoles con españoles. Ha sido Rajoy quien ha multiplicado el número de independentistas. ¿No debieran acusarle desde sus fila de traición a la patria?

Felipe VI hubiera necesitado coraje para enfrentar al gobierno de Rajoy y a la brutalidad de la represión del PP en Catalunya que tiene atónita a la Europa democrática. No se trata en absoluto de que hubiera abrazado el comportamiento de Puigdemont, claramente fuera de la Constitución, pero debiera haber entendido que el conflicto es político, no un asunto del código penal. Y él, sobre todo él, podría haber llamado al diálogo.

Pero ha decidido enarbolar él mismo la porra en vez de visitar a las víctimas de la violencia de una guardia civil y una policía que, salvo algunos llenos de ira, hubiera deseado estar en otro sitio, por ejemplo deteniendo a corruptos. Tampoco le resultó fácil a su padre desmontar el golpe en el que había colaborado de una forma u otra, pero hizo balance, se tomó unas horas y asumió la decisión correcta. Y pudo reinar durante cuarenta años. Quizá recordado que su padre se pasó buena parte de su vida en Estoril. Felipe VI se ha puesto del lado del PP que enfrenta 800 cargos de corrupción y la queja de Europa por la brutalidad de la represesión. Valiente árbitro.

La solución a los muchos problemas de España -el conflicto con Catalunya, pero también la corrupción, el desempleo, el vaciamiento de la hucha de las pensiones, la violencia en Murcia contra la población, la precariedad laboral, los desahucios, los recortes en sanidad y en educación, la emigración de nuestros jóvenes, los problemas de desertización ligados al cambio climático- pasa por acordar un nuevo contrato social. Es decir, por un proceso constituyente. Pasados cuarenta años de la última Constitución ¿quién quiere frenar que los españoles acordemos las bases de nuestra convivencia?

Los errores cometidos por el gobierno del PP en Catalunya nos obliga a todos los españoles a volver a discutir, con calma y fraternidad, las bases de nuestro contrato social. Los que no queremos ni que Catalunya se ponga de rodillas ni vea como única salida irse de España, convocamos a un proceso constituyente. Es la tan cacareada “segunda Transición”, ahora sí, pero que, pasadas cuatro décadas de la muerte de Franco, tiene que asumir no poco de primera ruptura. En especial con los nostálgicos del franquismo y sus métodos y para que no se nos rompa el país.

Tampoco es tan complicado. Para Catalunya bastaría un nuevo acuerdo económico que no olvide la solidaridad, autogestión en cuestiones lingüísticas y culturales, reconocimiento constitucional de la identidad como nación, traspaso de competencias y compromiso con la gestión del Estado, y un compromiso federal auténtico que convierta en real que, por ejemplo, el Tribunal Constutucional pueda estar en Barcelona. Y, por supuesto, que decidieran, en un referéndum pactado con el Estado y vinculante a ambas partes, su vinculación a España.

La discusión acerca de la monarquía no estaba en la agenda. Pero el comportamiento de Felipe VI ha vuelto a colocarla en el tablero. Decía Jaime Miquel que la España que emerge es plurinacional, y no entender esto coloca a Ciudadanos como mera muleta del PP, al PSOE como una veleta que oscila entre el bochorno y el patetismo, y al Rey Felipe VI caminito de Estoril. Nos corresponde a la ciudadanía asumir nuestras responsabilidades. Y la primera de todas es echar a todos los políticos responsables de habernos traído a este sindiós en lo que se ha convertido nuestra democracia. Han hecho mal su trabajo y hay que echarlos. Y Felipe VI, el rey inédito, ha decido echar su suerte al lado de los que nos sobra


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